lunes, 6 de febrero de 2012

Perros de casa: fijación y salto en un instante

]Efemérides y saldos[


Perros de casa: fijación y salto en un instante
Alejandro García

Acaso queriendo ladrar para llamarla
David Ojeda


Perros de casa de David Ojeda (México, 2010, Ediciones Sin Nombre, 146 pp) es un libro de lectura placentera. En él hay el sendero de los perros, la senda de los humanos, la ruta de los encuentros, el cruce de los sentidos. Lo que más me ha conmovido es el peso de un instante en cada uno de los seis cuentos, que nos permite la comprensión de la totalidad a partir de sus microuniversos.
Está en el instante en que la pareja lleva a casa de los padres (de ella) el banquete tan lejano en la vivencia, tan prohibido por los años, por el deterioro y por la mirada punitiva de la medicina: la gota de jugo de pitaya o de mezcal en la boca de los ancianos y el instante de comunión que se da entre estos cuatro personajes (“Perfecto amor y manjar real”):

hubo un momento en que ambos observamos desde una puerta que las dos mujeres, bañadas por la luz de la media tarde que entraba por un ventanal, comían nieve de pitaya en silencio, rodeadas de penumbras y agitación indefinibles. (p. 22).

O esa operación mayéutica del personaje a lo largo de una noche y que arroja 9 cachorros al mundo y el instante en que las miradas se cruzan: humanidad y bestia se confunden y se realimentan, de tal manera que es imposible dónde comienza una y otra: la complejidad de la simplicidad en “El secreto de la hormiga”:
El instante en que esa transmigrada mujer, símbolo de todas, acaricia el anhelo de muerte y es detenida por la vigilancia del perro, lo que le permite el salto cualitativo esa noche, el atrapar la caricia y la relación con la pareja. Ahora ha sido el perro el que asiste al parto simbólico en que es posible la felicidad y una comunión con la muerte. Va más allá: la mirada y la vigilancia logran la fijación del acontecer humano, la vida deja de escaparse o de reiniciarse cada día para convertirse en escenario en donde la propiedad no es más una subordinación, es sólo el acceso al otro y a uno mismo en “Medusas sinfónicas”.
O ese torbellino del personaje desde un jardín, ese temor al vértigo y al fenómeno natural, mientras el hombre bebe tequila y toma notas y reflexiona sobre la condición canina, sobre la posibilidad de acceder a un nuevo universo en donde toda la fealdad posible será mejor que el regreso al mundo de siempre y que se desenlaza con la inquietud del perro, con el desenfreno de la naturaleza y el cadáver de una víctima por un tornado (o culebra) y el perro que acompaña en “Jardín con perro y cadáver”:

Y derrumbado, con un charco de sangre que se extiende bajo su cabeza, el hombre distingue el hocico del basset-hound que con inquietud se acerca a sus ojos, buscando en ellos un olor, el rastro maravilloso de la vida que se desorganiza de un modo para rehacerse de otro. (p. 73).

Hasta llegar a esas versiones personalísimas donde un narrador asiste al crujir de huesos y tendones en caída libre y donde pagar la gracia de la vida del perro se paraleliza con pagar la gracia por la vida del personaje ante el azoro por el milagro o lo que así suele llamarse en “Bichoncito” y el largo recorrido partiendo de la muerte del abuelo, el vuelo de más de medio siglo desde el nacimiento de este personaje señero, ligado a la historia y a la Historia. Y siempre detrás el aullido del perro, la trompeta de Jericó anunciando la caída de los muros. “El sabueso de los Álvarez”:

Pude ver a la Pachona apuntando con su hocico hacia mí, aullando, rodeada de otros perros, que poco a poco aprendían a secundarla (p. 146).

Es pues un leve contacto con el paladar, con la mirada (sobre todo la mirada), con el oído, con el abrazo, con el aullido, el que nos pone los pelos de punta el toque del rubor helado, porque en ese instante se ha dado el encuentro y se ha dado el salto, y se ha dado la epifanía. Los textos de este libro funcionan a la manera de ese fijador de esencias. El escritor realiza su labor conservadora de personajes, de animales, de escenarios en donde la vida se convierte en rutina y en gran parte en olvido. En el libro de Ojeda se desautomatizan las cocinas, los telebrejos, los ancianos, los hábitos y las heridas del alma y todo eso empieza a vivir de manera diferente en el mundo del lector, acompañado del perro propicio para la ceremonia en que el actuar humano encuentra su verdadero sentido.

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