viernes, 24 de agosto de 2007

La vocación del humo

La vocación del humo: el asalto a la individualidad
Alejandro García



Al contar, confesando, lo siguiente, quiero estar dentro de un templo, el de la narrativa, donde los ecos del mundo que se construye y se trasmite, tiene visos de verosimilitud, donde prevalece mi percepción de los hechos pasados, donde mi memoria trabaja para mis conciencias oyentes y la inteligencia me obliga a no decir más de lo que fue, ni menos de lo que capté. Quiero ser la comadre en el altar de la literatura.
Alberto Ortiz[1]


I
¿Hasta dónde el individuo puede labrar su propio destino y su capacidad de decisión? ¿Es su voluntad factible de realizarse o es producto de la voluntad de los otros? O peor aún ¿es la voluntad del individuo producto de una serie de engranajes ciegos, de una máquina demoledora, sin cabeza y por lo tanto imposibilitada para llevar siquiera una máscara?
Este problema preocupó a Charles Dickens. Vivió la era del apropiamiento de los cuerpos para la nueva producción industrial. Vivió la era del asedio sobre las almas bajo principios científicos. En Grandes esperanzas nos entregó a un individuo que daba vueltas y vueltas por su propia vida en torno a un eje que giraba no en su beneficio sino en función de otros proyectos.
En La vocación del humo asistimos a una pequeña escala en la vida de Juan Capistrano. Agente del orden, descubre los vericuetos del poder, pero más que nada las venganzas dentro de esos vericuetos del poder. No importa la calidad en el desempeño del trabajo, ni la utilidad de las empresas desarrolladas, lo censurable es el saber, lo preocupante es el atestiguar, lo perseguible es dudar. Estamos dentro de una novela que disuelve su estructura policíaca para dejar fluir los conflictos internos, los posibles focos de insurrección, así sea en el principio solitaria:

Lo único que queda constante es la posibilidad de la insurrección, nadie está totalmente conforme con la vida que le ha tocado, el padre, por ejemplo, tranquilo hombre de paz, organizando guerrillas de resistencia pacífica, pactando, cuestionando al mundo y al poder desde su trinchera religiosa, haciendo de su Mesías doliente una bandera, enseñando a poner la otra mejilla para que el rumor se levante, la protesta adquiera forma, el poder se desconcentre. Y me sugiere que el libre albedrío funciona en la realidad, que nada nos han robado si aprendemos a pensar y a actuar, mas yo no entiendo de eso, se necesita fe y si hay un dios que rige el mundo, debe ser autista.[2]

La visión de Capistrano se completa con las vivencias anteriores: la experiencia en un internado. Allí los valores mamados en la familia se trastocan en una verdadera ley de la selva en donde sobreviven los más fuertes y en donde la interioridad dañada debe salir a flote con sus propios recursos y marcar el futuro.

II
Confluyen en La vocación del humo una serie de visiones/voces que, alineadas tras o junto a la memoria de Juan Capistrano, buscan su destinatario. El mayor mérito de esta novela radica en esa capacidad de la enunciación de los personajes, en esa fuerza que permite levantar una realidad textual que tiene múltiples posibilidades de decodificación.
Me explico: uno de los personajes escribe unas memorias y las da a su amante para que las lea. Mina se convierte en decodificadora de ese mensaje; pero dentro de ese mensaje descubre uno por lo menos dos destinatarios más: el del enunciador, quien primero se pregunta por la razón de ser en el mundo, por el lugar de los valores y después por un lector posible que es el lector de la narrativa, un lector que puede ser perfectamente Mina, pero que no se agota allí, sino que despliega una estrategia de coptación con respecto al lector de una obra terminada, La vocación del humo, que dentro de sus páginas tiene unas memorias. Y hay otro destinador muy importante: el poder, esa maquinaria que roba ese legajo para cortarle las alas al enunciador, él mismo parte del aparato, él mismo guardia y estratega de la defensa del sistema.
Están también las voces del sacerdote y de la notaria de parroquia. El conflicto moral en el primer caso, la ética que se rasca el cogote entre la doctrina, el requerimiento institucional y una realidad con personas de carne y hueso en donde predomina la injusticia, el ajuste de cuentas, el cercenamiento de vidas desde la escuela, el hogar, el encierro, la vía pacífica, hasta la vigilancia y la punición cuando el terror, el delirio de persecución, invade al poder.
En la notaria el pensamiento, sea sueño, sea monólogo, sea memoria perdida en la enunciación individual o voz recuperada por un narrador tan cercano que casi se confunde con ella, salvada en la obra literaria, se convierte en la visita a los infiernos o a los paraísos si retiramos los interdictos. Así la mujer de militancia cristiana, de férrea fe en el guía y en la pasividad del cuerpo, promesa de la vida futura, se descubre energía, deseo, mutación:

Ahora era la rama sosteniendo un hermoso gusano con disfraz de ángel, ahora era una mariposa que brillaba hacia un punto brillante, en un laberinto circular, cada vez más cerca de la luz, y de pronto la luz la envolvía, la pulverizaba, ahora era millones de puntitos de luz, corpúsculos que se colaban por entre las ramas cargadas de crisálidas y gusanos verdes, suave como lluvia de arco iris. En ese momento fue cuando negó todo lo que vio y sintió, apenas una ráfaga de realidad percibió enfrente, suficiente para comprender que aquello no podía ser cierto, tan importante que no debería ser verdad, el rostro de Fredy y su cuerpo todo sobre ella, rostro inconcebible, como venido de muy lejos hasta pegar en su nariz, cuerpo latiendo, sudando, frotándose entre sus piernas[3]

En torno a estas vivencias intensas se mueven personajes que rozan a los otros o de plano los alteran: los padres, Mina, el Ángel, Fredy, los compañeros de la adolescencia, energías que catalizan la forja del individuo; por otro lado están el Ministro, Ruiseco, Líquen y esa bisagra silenciosa unido por la fe y por la vigilancia que es don Paco.

III
¿De qué es culpable Capistrano? ¿Qué es lo que lo hace candidato a mejores cosas y víctima del panóptico? ¿Cuál es la conjura que se mueve en el fondo de La vocación del humo? La máquina es anónima y despersonalizada. Sólo pide piezas de recambio. Son útiles los individuos que se entregan a ella sin preguntas. Son peligrosos los que caen en la debilidad de examinar sus viejos valores y cotejar su actuar con el pulso del mundo. Capistrano posee cualidades para ser una pieza de recambio, pero se piensa hombre, revisa su pasado y, lo peor, escribe su vivir. Todo esto es inadmisible. Lo demás es parte de una gama de resistencias contra ese poder colérico que ya no es de la divinidad, sino del hombre a través de sus productos.
A pesar de lo inasible del humo, de su volatilidad, en esta novela queda algo sólido. No sólo la escritura de un personaje que abre brecha entre los obstáculos diarios, sino la modelización de un mundo que se puede ver y apreciar desde fuera, lo que salva aquello de que un elemento del sistema no puede definirlo porque está adentro. La literatura perpetra esta detención de la realidad, este descubrir mecanismos ocultos o legitimados por la vía de la inercia y de la tradición.
De allí que esas visiones intensas dentro de la novela, esa purga excesiva de culpas vía la mera enunciación, tengan en la estructura de la obra literaria la posibilidad real de redención, de examen, de resistencia y, por supuesto, de remedio. Es a través de este mundo posible que podemos pensar en un mundo real, justo, nuestro, verdaderamente posible. Es a través de ese mundo posible que se puede salvar el arrebato a la individualidad y asaltar de nuevo el estado de cosas para recuperarla.

[1] Alberto Ortiz, La vocación del humo, Zacatecas, Zac., México, 2006, Ediciones Culturales, p. 16.
[2] Idem, p. 83.
[3] Idem, p.68.

La santa de San Luis

La santa de San Luis: un 69 no extrictamente sexual
Alejandro García


—¿Quieres saber de Joao Abade? —balbucea la boca sin dientes.
—Quiero —asiente el coronel Macedo—. ¿Lo viste morir?
La viejecita niega y hace chasquear la lengua, como si chupara algo.
—¿Se escapó entonces?
La viejecita vuelve a negar, cercada por los ojos de las prisioneras.
—Lo subieron al cielo unos arcángeles —dice, chasqueando la lengua—. Yo los vi.
Mario Vargas Llosa[1]

—Estás igual que yo —repuso—: ubicarse en este medio, desentrañarlo y poner todo por escrito para que otro pueda reconocerse enterado de algo que ignoraba. Grave responsabilidad la nuestra.
David Ojeda[2]


I
Quisiera señalar en primer término la noble virtud inicial, sobresaliente, de esta novela: su vertiginosa enunciación o llamémosle simplemente su agilidad narrativa. Creo no exagerar si afirmo que se puede leer de una sentada. O mejor aún, en un prolongado suspiro. Y es que no es preciso que en mi caso la haya degustado en una sola sesión, pero si es el de que una vez retomada la lectura se entra de nuevo al ritmo aguerrido impuesto por el autor. Ustedes saben que a veces leemos un buen tramo de una obra, la dejamos y ya no es el entusiasmo inicial el que rige el ejercicio, suelen ser otras armas del texto. En el caso de La Santa de San Luis asistimos a la construcción de una serie de peripecias narrativas en donde las referencias, suelen quedar al margen para ser competentes con la regla impuesta por el autor. De allí que yo más bien piense en la enunciación que hacemos nuestra en el momento de visualizar San Luis Potosí y las trayectorias de Juan José Macías y Emilio Carrasco, el primero en los lindes del fin de milenio y el segundo en un largo arco temporal que va de fines del siglo XIX a 1937.
He querido indagar la figura del artífice del texto y su lucha fáustica con un material que seguramente le quemaba las entrañas y la razón y que fue plastificando y haciendo universo literario, cada vez más ajeno a las reyertas cotidianas y más implicador de nuestros conflictos, de nuestras complicadas relaciones con el entorno. No sé si el texto en su obra negra haya salido también resultado de un proceso de intensidad creativa, no sé de cierto, aunque lo sospecho afirmativamente, si la escritura ha producido una o varias epifanías, lo que si puedo afirmar es que después de esa especie de prologada suspensión de la respiración —y perdonen la cacofonía—, asistimos a varias iluminaciones, encuentros, desencuentros y reencuentros con nosotros mismos.
Es el vértigo mismo que recupera ese gusto por la lectura que fascinó a Cervantes. En la suspensión del aire, así sea simbólico, hay una fase de limpieza de nuestros prejuicios, un enfrentamiento inocente y gustoso a la ficción y es después de eso, renovados, que nos introducimos de verdad en el universo narrativo como un punto de referencia con respecto a nuestro mundo. Celebro pues esta virtud de la novela de David Ojeda

II
Este entusiasmo por el texto tiene una segunda fase, la relectura, en mi caso, en donde el corcel del ritmo ahora debe ser dominado para entrar a algunas de las claves de este universo narrativo. Imagino el texto de David Ojeda como una especie de 69 en donde los personajes entran como líneas, se redondean y complican y se engarzan con otros personajes, redondeados, complicados que a su vez salen como líneas. Es el caso de Juan José Macías, periodista que llega a San Luis Potosí a realizar un reportaje sobre la política en la entidad y que de pronto se roza con la Santa de San Luis, y con una serie de Virgilios que lo acompañan a diversos infiernos e incluso a la posibilidad del cielo. La línea que es Macias se complica por la compañía de un abogado del diablo, de un sacerdote bueno y esteta y de una mujer que quiere romper con su status tradicional y por sus fantasmas del pasado.
Emilio Carrasco también llega a la ciudad, un siglo antes que Macías, también es una línea, pero su complicación radica en quedarse en San Luis ante la compañía de sus respectivos Virgilios: un heredero que regresa de París y le franquea al camino para llegar a su hermana. Vivirá en la ciudad, renunciará a buena parte de sus actitudes vitales y saldrá con un grupo de potosinos a recorrer el mundo con el objetivo central de llegar a Roma, donde Concepción Cabrera de Armida luchará por el futuro de sus empresas fundacionales. Emilio no regresará a San Luis, se perderá, como una línea, a punto de abordar el ferrocarril que lo lleve al norte y años después como pálido apagado fuego será sepultado, al mismo tiempo que la santa.
Esta serie de engastes pudiera llevarnos a pensar que la técnica de la novela se basa en el contrapunto. En realidad los personajes se proyectan sin tocarse, con continuos paralelismos en donde a veces la figura del 69 pareciera tornarse en un 66 de meras sucesiones. Pienso arbitrariamente en un 69 no necesariamente erótico, sí sucesivo y en continuo movimiento, porque lo que le da tensión al relato es esa movilidad o engarce entre densidad y levedad de los personajes. Al final de cuentas, los dos personajes escapan a la trampa de la ciudad, pero los dos han sido signados por ella y han circulado en torno a un conjunto de fuerzas que en apariencia se centralizan en la santa de San Luis.
Juan José y Emilio llegan a una ciudad y ven sin tocar a la Santa de San Luis. El segundo como integrante del séquito que va a Roma, el primero como paso para conocer la realidad del estado. Los dos conocerán a mujeres con relaciones rotas, viuda y con dos hijos Adelaida, en proceso de divorcio y con gemelos Noemí. Santiago y Monseñor sirven, voluntaria o involuntariamente, como celestinos. Emilio, a pesar del escape, tendrá dos hijos, uno en San Luis Potosí, otro en México, y sus hijos (nieto y nieta de Emilio) habrán de coincidir en un acto académico a propósito de Concepción Cabrera de Armida. Los dos sabrán del placer y del dolor en San Luis Potosí. Las líneas y las complejidades se han imbricado en fina sucesión.
Durante la primera mitad de la novela el personaje más atractivo es Monseñor, pero frente a él se encuentra el jesuita, el abogado del diablo. Monseñor cree en la santa, Montalvo reconstruye el ambiente de una ciudad que lematiza la santidad y muestra en sus vericuetos la violencia, el crimen, el mal y que habrán de allegarse como causa en el proceso.
En la segunda parte, más hacia el final, el rasgo más acusado se encuentra en el grupo de golpeadores que dirige el esposo de Noemí. Son ellos los que después de soportar dos encuentros sexuales, lo golpean y lo regresan en estado de coma al Distrito Federal. La violencia del poder ha aparecido, aunque su aparente causa sea pasional.
Los personajes se mueven pues entre la ciudad pacífica donde un buen día aparece una enfermera asesinada sin responsable a la vista: ¿El mal puro? ¿El diablo sobre la ciudad buena? y una causa por la santidad primero ejercida por el personaje femenino y después por los que pretenden elevarla a los altares.
Y a los lados el poder eclesiástico y el poder gubernamental. Un gobernador distante pero dispuesto a colaborar, mas también dispuesto a encubrir la violencia y los excesos de los poderosos y un poder sobre las almas que se muestra limpio en el caso de Monseñor, pero que se ve arbitrario y golpeador cuando las causas que ahora protege le resultaron —antaño— sospechosas o peligrosas.

Una iglesia de hábiles jerarcas e “intelectuales” que, valiéndose del celo, el arrebato o los desajustes de sus fieles, instrumentan acciones, instituciones, prédicas y hasta batallas de efectiva “política pública”, bajo el resguardo y disfraz de la experiencia religiosa.[3]

Macías retornará a la capital potosina, podrá ver a la mujer que se ha convertido en pago para continuar vivo y podrá ser el portador del autor que nos permita visualizar una ciudad lo mismo desde el aire que desde cualquiera de sus calles o desde sus subterráneos. ¿Podrá la santidad o la poesía tornarse ese aire virginal que detiene el tiempo a la manera de la escena inicial de Terciopelo azul o como bien dirían los antiguos: cuídate de las aguas mansas?

El insecto que ellas no vieron sólo procuraba un sitio donde poner sus huevos para que los gusanos prosperaran: instituciones, santos, fieles, cristiandad.[4]

III
Son muchas las posibilidades de entrar a este libro y cada una de ella da para mucha polémica. Pensaría en el papel de la ciudad como destructora y forjadora del hombre, coincidente con la visión de un escritor como Luis Martín-Santos:

Que el hombre nunca está perdido porque para eso está la ciudad (para que el hombre no esté nunca perdido), que el hombre puede sufrir o morir pero no perderse en esta ciudad, cada uno de cuyos rincones es un recogeperdidos perfeccionado, donde el hombre no puede perderse aunque lo quiera porque mil, diez mil, cien mil pares de ojos lo clasifican y disponen, lo abrazan, lo identifican y salvan, le permiten encontrarse cuando más perdido se creía en su lugar natural: en la cárcel, en el orfanato, en la comisaría, en el manicomio, en el quirófano de urgencia…[5]

Visión que David Ojeda señala desde su propia discursividad y perspectiva:

Entonces tal vez cada uno de nosotros haya repasado su relación con esa ciudad. Quizá mujeres y ancestros, acontecimientos e historia, templos y exvotos, instituciones y libros, procesos canónicos y vida política, se arremolinaron en nuestro ánimo y reflexiones. Acaso también, en algún momento relampagueante, ante nosotros, se haya desvanecido la losa marmórea para dejarnos contemplar los restos de un hombre al que sus palabras sirvieron de sudario y salvoconducto.[6]

Pero además en La santa de San Luis encontramos el problema de la santidad entre la institución y su poder subversivo, el drama del hombre atormentado por su pasado y por la condición humana, la visión de la ciudad llamada de provincia como escenario infernal. Yo me he limitado aquí a algunos rasgos aventurados sobre esta novela de gran factura.
Y quiero terminar, a propósito de paralelismos con dos que quiero compartir con ustedes: el primero es que es en octubre que llega Macías a San Luis Potosí, en 1999 y es en octubre que la Santa de San Luis conoce los santos lugares. Es en octubre de 2006 que la novela de David Ojeda La santa de san Luis se presenta al público en las ciudades de México y San Luis Potosí. La coincidencia o el tiro de dados estará en lo que estas coincidencias representen no ya al interior de la novela, sino con respecto a sus significados y con respecto a lo que a la interioridad de cada uno de los presentes en dichos eventos y de los ya lectores puede representar.
El otro paralelismo es interesante: en 2006 se cumplen 28 años que David Ojeda tenía 28 años. Y se completan 28 años que David Ojeda publicó por primera vez libro individual. Curiosamente no uno, sino dos libros: Bajo tu peso enorme y Las condiciones de la guerra. Durante esos 28 años el autor sacrificó buena parte de méritos propicios para una fama literaria pública y prefirió el trabajo sostenido y discreto, a contracorriente. La Santa de San Luis es en ese sentido una especie de exorcismo, una fuerza incontenible que asalta nuestro panorama literario, incapaz de ser racionalizado o sometido por al autor. En lo personal deseo a David Ojeda por lo menos otros 28 años de ventura que vengan a completar el tríptico y a recomponer siempre su obra.

[1] Mario Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo. Barcelona, España, 1981, Seix Barral, p. 581.
[2] David Ojeda, La santa de San Luis, México, 2006, Tusquets, Andanzas, p. 40
[3] Ibid, p. 237
[4] Ibid, p. 273
[5] Luis Martín-Santos, Tiempo de silencio, Barcelona, 1985, 24ª edición, Seix Barral, Biblioteca Breve, p. 19.

[6] David Ojeda, op. cit., pp. 271-272