viernes, 18 de abril de 2008

Puertas

A Juan Carlos Pinto Márquez

En la Mansión del Alma vagan las Pasiones
—bellas mujeres cubiertas con sedas
y coronadas de zafiros.
Desde la puerta de la mansión hasta lo más recóndito
De todas las estancias se enseñorean. En la mayor
—la noches en que hierve la sangre—
danzan y beben con los cabellos al viento
Constantino Cavafis[1]

La puerta se cerró detrás de ti
y nunca más volviste a aparecer
dejaste abandonada la ilusión
que había en mi corazón por ti
Luis Demetrio



Puerta/literatura
La literatura es algo más que letras. Es algo más que referencialidad; de hecho, es su suspensión. Es algo más que libros. Es provocación a la sensibilidad y al cerebro. Es un umbral a mundos posibles y a mundos reales. Es un juego interesante y siempre lleno de sorpresas, de ires y venires. Imposible delimitarla del todo; además de empobrecerla, el vano intento nos rebasaría sin remedio. Las letras van una a una, frente al lector, forman palabras, después oraciones, párrafos; del eje sintagmático se pasa al paradigmático: selección y combinación, combinación y selección, la actuación pica y huye amparada en la competencia; se borran los caminos de la tinta y llevan a lo representado: no al mundo exterior, al mundo construido, a la nueva referencia ahora sí, desde la letra: olores, recuerdos, caricias, personajes, miradas de pasión, casas, exquisitos platillos, amores, declaraciones letales, odios, lances, asesinatos, traiciones, besos, reverencias, lealtades, despedidas, bufones, tiranos, ceremonias, costumbres, leyendas, ritos, cobran vida.
¿Podemos negar la realidad del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, de la dolorosa orfandad del Pip de Charles Dickens, del cuerpo destrozado de Ana Karenina después del paso del tren, de las sorpresas recurrentes de Las Ciudades invisibles de Calvino o la joroba del triste enamorado de Notre Dame? ¿Podemos negarle viabilidad a la visita al infierno existencial y etílico, más allá de Cuauhnahuac y los volcanes, de Geoffrey Firmin en Bajo el volcán, a la vida hecha bicho de Gregorio Samsa o al deseo de conocer al padre y cobrárselo caro de Juan Preciado? ¿Podemos olvidar el crujir del esqueleto de Polonio ante la inflexible espada de Hamlet o el tronar de los huesos de difuntos frente a la cercanía de la lluvia en Pedro Páramo?
Desde mi limitada perspectiva, por ejemplo, en el cuento “Casa tomada”, de Julio Cortázar, se sintetizan el mundo real y el mundo posible. Primero el autor parece separarlos: el cotidiano, real (así sea literario), movimiento se acorta porque varias partes del hogar han sido tomadas con constancia: es la enigmática amenaza y el tortuoso avance del mundo posible. Pero éste copa del todo al personaje y sólo le queda abrir la puerta para escapar del territorio expropiado, despedirse de lo que ha sido —al menos eso creía— suyo, deshacerse de las llaves y caminar en busca de rumbo.
La pregunta es: ¿en la calle está dentro del mundo real o dentro del mundo posible? Una pregunta más: ¿el avance del mundo de la nada sobre el reino de fantasía, en La historia interminable, pertenece al mundo real o al mundo posible? En todo caso, la paradoja nos alcanza: el mundo posible se ha convertido en mundo real. O como ha dicho Mario Vargas Llosa, el mundo más inverosímil y mentiroso (mundo posible) puede llegar a ser el más verdadero (mundo real).
Recuerdo y recupero ahora, gracias a la generosa labor compiladora de Edmundo Valadés,[2] la importancia de la puerta en el cuento “El banquete funerario”, del escritor turco Cevdet Kudret (Estambul, 1907). El aguador ha resbalado y caído, ha muerto y ha dejado a la esposa y a dos hijos en la extrema miseria. El futuro y el presente se cierran como una puerta sin contorno. Del pasado llegan los días pobres y, sin embargo, felices en que el agua era un sustento y daba solidez a la familia. En un arranque de tierna rabia, la viuda se queja de no haber robado un poco más del vital líquido cuando la contrataban para lavar ropa
De la calle en que viven y de la cual han vivido, tanto el hoy hombre muerto como la esposa, se pasa al espacio en donde se celebran las exequias. Del mundo líquido del agua que les ha servido para sobrevivir y que les ha juzgado esa trastada, se arriba a la sequedad de las consecuencias de la tragedia.
Después viene el encierro, el recogimiento obligatorio. La pena impera, hay que sufrirla, hay que purgarla. La acción transcurre con una puerta de por medio. Detrás de ella está la familia que ha perdido el soporte. Los primeros días llegan los platillos, no hay problema, alguien piensa por ellos.
Después el desgaste avanza, se limpia la despensa, se vacían los bolsillos, viene la espera de que se abran las puertas vecinas con las ricas viandas que, siguiendo la tradición, además de borrar las diferencias sociales, reconcilian con la vida o, según se vea, obligan a existir mientras se retoma el ritmo con la pena encima; afuera está el tráfago sin descanso y las reglas absurdas. Como aquella —quizá tan absurda como la de enviar alimentos— de que no es propio que la viuda trabaje en esos días de luto, no es sensato ni decoroso que se le distraiga de su pena.
Así, en el aislamiento auto-obligado y/o obligatorio, los cuerpos son sometidos y la puerta trae los ruidos de los otros, pasos, voces, los magnifica; mete y saca olores, aromas de dos mundos; introduce vientos de la calle y recoge tempestades mentales; permite en sus rendijas el paso de la luz, interrumpido por el movimiento de los hombres y es la luz también lo que se eclipsa, la bujía interior. Luz y oscuridad: el acertijo. Es un nuevo pulso, más cercano a la latencia que a la normalidad vital.
Si detrás de la puerta la muerte se acerca y por lo tanto la vida está en litigio, transformada la casa de rutinaria cobija en potencial sudario y sarcófago, delante de esa misma puerta está la vida. Alguien dirá es un simple (a)según: adentro con la vida en peligro de muerte; afuera con la muerte en vida.
Dos sucesos son fundamentales. De uno se sale en apariencia, del otro no. En éste los dos niños oyen venir al vendedor de pan, imaginan esa masa sabrosa, vaporosa, reparadora. La madre también lo percibe. No hay dinero. La mujer idea una estratagema para dar una tregua a su apetito y al de sus críos. Podrá pedir fiado, podrá con el simple mostrar su dolor y su estado (todos lo saben, todos lo comparten), conmover al dueño de ese producto salvador.
Todo consistirá en abrir la puerta, salir, interceptar, hablar, sorprender y una amplia variedad de panes estará en sus manos y prontamente en la boca de sus niños y en la propia. Debe esperar el momento propicio, el único en que obtendrá la presa de trigo. Así se agranda el ritmo y el pregón del comerciante, hasta llegar a igualar los latidos del corazón, los suspiros, de la viuda.
Llega el instante, no se detiene, y pasa y se aleja con vértigo. No se ha atrevido a abrir, a pedir. El pan escapa con todo y aroma, suavidad y esperanzas. Es la primera vez que la puerta se constituye en un obstáculo para salir y por ende para la salvación y deviene en inicial entrada al sepulcro de los vivos.
No se da por vencida, por ardides no para. Tiene que cumplir con la labor de madre y padre a la vez. La misma puerta se abre y se cierra para que el hijo mayor salga, en medio de un tiempo de los mil demonios, a pedir fiado a la tienda. Ahora ella no duda, da claras instrucciones. El que titubea es el niño: se ha apoderado de él el complejo de culpa, el peso de la vergüenza al pedir, la tapia de la conciencia que condena antes de tiempo. Aún ganan los escrúpulos sobre los instintos: la mísera victoria de la cultura. Se apena, pierde la ya de por sí escasa confianza y en lugar de obedecer la estratagema materna inventa una mentira: se le ha olvidado el dinero.
El tendero no se conmueve, aunque sabe su tragedia (todos la saben, todos la comparten, todos la respetan, pero el negocio es frío, no sabe de esas cosas. La tradición tiene sus cauces y ahora corren con sus claros límites). También aquí ganan los escrúpulos sobre los (buenos) instintos. La pena ajena es menor que su ganancia de comerciante. El hijo cruza dos puertas. O más bien tres, porque la última, sólo para él, es la de la enfermedad y la muerte.
En realidad abre una cuarta puerta que no lo incluye, la de la tregua. Aún frente al muro sin salida se abre una pequeña salida, acaso el agujero para un roedor. Como Moisés, no verá la tierra prometida, pero al menos trabajará para que madre y hermano caminen hacia ella.
Lo dice el niño más pequeño con crudo realismo: ¿se morirá mi hermano?[3] ¿Nos traerán comida de la casa rica?, ¿volverán en esos días de muerte, luto y llanto, los más sabrosos bocadillos de la casa elegante del vecindario? ¿La adecuada administración de los recursos permitirá sortear la tormenta y arribar a cielo claro o es tan sólo la desgracia que juega al gato y al ratón con sus víctimas?
El cuento está lleno de paradojas (el mismo título es una muestra: banquete funerario: vasta, exquisita, comida de muerte o la muerte como alimento delicioso), pero la puerta se abre y se cierra en torno a los personajes. Una vez que la desgracia cae, los hechos se agravan. No hay alternativa, es cosa de días. Quizás la astucia o la costumbre permitan a los personajes escapar al final definitivo y tener un periodo de gracia para dar la lucha. Después de todo el mundo posible se presenta como más real: sobrevivirán. Cierto, intranquilo lector, no sufras; osado escribano, no sudes: seguirán en el mundo. En todo caso cerremos la puerta con premura, suspendamos el peso de ese mundo sobre el elctor: sólo se trata de un cuento. Para colmo es de un turco.
Jorge Luis Borges habló de senderos que se bifurcan siempre; imposible estatizar, reducir el viaje a una sola opción. Franz Kafka modelizó en América un pasillo con puertas cerradas, inquietantes.

Karl tuvo que proteger la llama con la mano, deteniéndose además a menudo para que se recobrara la llama sofocada. Avanzaba lentamente, por lo que el camino le pareció doblemente largo. Karl había pasado ya por largos trechos de paredes que carecían totalmente de puertas; no podía uno imaginarse qué había tras ellas. Luego sucedíanse las puertas una tras otra; trató de abrir varias, pero estaban cerradas.[4]

En ambas situaciones impera el criterio de la selección. La literatura no simplifica el camino, nadie aprende en el andar del otro. Además, nada es fácil, todo implica una actividad y una decisión. Al final de cuentas pasar del mundo real al mundo posible, y la literatura lo pone de manifiesto, es cosa lúdica, el tronar de dedos del hada o el tenebroso, azaroso, girar de la rueda de Fortuna.
¿Cuál es la importancia del mundo posible? Una realidad que está más allá del yo y de la colectividad, una puerta para acceder a otros espacios. Está en la realidad mental, en nuestros vagabundeos por las posibilidades más extremas; pero sobre todo en esa realidad de palabras que es la literatura, que permite ser puerta de entrada o de salida a la redención de la existencia. Lo mismo el mundo nos persigue y buscamos la calidez detrás de nuestra puerta, que el pequeño universo del hogar se convierte en prisión, antesala de la muerte.

Puerta/historia/ciudad
A escasas horas de que el sol cayese el viajero podía ver calmados sus temores ante la ciudad amurallada y una o varias puertas. El miedo era mayor si el desplazamiento era casual, disminuía en los viejos tiburones de tierra. Tan a la vista y aún tan lejos. Allí había refugio u hogar:

El nombre latino, Monasterium, hace pensar en un lugar de paz y retiro del mundo.
Münster, por el contrario, pide ser marcada a fuego.
Nueve puertas para entrar. En cada una de ellas tres cañones: paredes gruesas, pasos estrechos.
Cuatro torreones bajos y macizos sobresalen hacia los cuatro puntos cardinales para ceñir a modo de avanzadilla la ciudad.
Unas murallas que pueden ser recorridas por tres hombres uno al lado del otro la ciñen enteramente.
El agua del foso es el curso desviado del río Aa que divide en dos la ciudad.
El foso es doble, agua negra delante del primer cerco de muralla y agua negra detrás, salvada por unos puentecillos que dan acceso al segundo cerco, éste más bajo, caracterizado por una torres chatas.
Inexpugnable.[5]

En algunos periodos de predomino rural, los castillos se convirtieron en fortalezas que eran verdaderas ciudades. Fuera feudo o ciudad el destino, durante la jornada el caminante había imaginado las posibilidades y siempre aparecían como final los rostros conocidos u hospitalarios, la calidez de la posada, los leños, el líquido que limpia, el alimento que nutre cuerpo y alma y un lecho reparador. Pero detrás de todo estaba el miedo a la rapiña (unas veces era la naturaleza, otras era cosa de hombres), a lo inesperado y el terror a perderse y quedar a merced de algún misterioso personaje. Había que darse prisa. Era sabido que durante la noche el acceso al cobijo era imposible:[6] allá y la suerte del infortunado viajero que se pusiera al alcance del mismo demonio. Se trataba de puertas físicas, no de las del corazón. Después la ciudad se abrió, aunque en muchos lugares ante el avance de los enemigos o de las bestias se mantuvieron los accesos controlados.
El mar también tenía sus refugios, sus descansos. Pienso en y rememoro la ciudad de Campeche y su Puerta de Tierra. El puerto y la puerta. Por lo general dos brazos de tierra se abrían ante el viajero, espacio donde la bravura del mar amainaba, muñones desde donde se podía controlar las entradas y salidas de barcos. El mar por fin topaba con vegetación, con montañas. El suelo era propicio para la entrada ligera de los marinos. Con la riqueza vinieron los piratas, los asaltantes y la ciudad hubo de tomar providencias, no contra los caminantes de tierra adentro (eran harina de otro costal), sí contra los que seguían la senda del cisne. Se levantaba la muralla, la defensa y, por supuesto, la puerta, otra vez la seguridad y el descanso.
Más acá, dentro de la ciudad moderna, la desdivinizadora, con todo y sus mixturas, cerradas por la noche, las puertas permanecían abiertas en el día. Aún nos tocó la gentileza de los pueblos con calles estrechas y puertas abiertas. En algunas casas señoriales la puerta principal estaba sin cerrar y dentro había un cancel. Entre ambas aduanas el viandante podía descansar o aliviarse de los rayos del sol. No era raro que la gente pidiera agua y en algunos casos se podía disponer de una tinaja de barro cubierta con una tapadera y una olla para el peregrino. Podía haber contacto o no con los habitantes de las casas. Las puertas estaban ahí disponiendo el suave ritmo de la vida y dejando salir los aromas de alimentos y sustancias procesadas en el seno del hogar. Por la noche, las puertas se cerraban y cada quien provocaba al destino y corría su suerte si caminaba por las calles.
De Guanajuato, ciudad de prosapia, conservo dos recuerdos en torno a las puertas. El primero se refiere a una particularidad, por lo menos del barrio de Salgado (frente al penal y frente a la Alhóndiga de Granaditas, ella misma con una puerta histórica y/o legendaria). Los baños estaban a la entrada, de tal manera que no era raro que una hoja del zaguán se abriera para cubrir al personaje que despejaba el cuerpo. Suelo recordar esas sesiones en que mi tía o mi abuela, su hermana, conversaban de los recientes sucesos de sus vidas, de los lejanos tatuajes de la infancia, mientras una de ellas se escudaba tras una de las hojas de la puerta. Extraño espacio en donde se podía escapar de los oídos policíacos dentro de la familia. Por lo demás no era un capricho, ni un ejercicio de extraña gimnasia, tenía que ver con la falta de cañerías de la ciudad. De pronto dejaron las fosas sépticas (en algunos casos era imposible perforar el cerro) y se conectaron a las aguas negras que pasaban por el frente de la calle y que poco a poco fueron cubiertas con losas resistentes que, no obstante, dejaban oír debajo un sonido de aguas en fuga.
El otro recuerdo aún persiste, así se haya estrechado cada vez más. La Central Camionera cierra sus puertas alrededor de la media noche e impide la entrada y salida de viajeros por ese medio. Se trata de una puerta invisible, retén relativizado por autos y taxis, materializada dentro de mi vivencia en las puertas de madera de la vieja central.
Por último, he de decir que soy de una ciudad que tiene un arco triunfal coronado con un león. Se trata de una simbiosis o de un sincretismo, no sé cuál sea la palabra adecuada. El primer motivo es evidentemente épico, aunque no se refiere propiamente a un ejército triunfador. Es en conmemoración de los héroes de la Independencia aunque en él se han subsumido diversas intenciones. El segundo es mera presunción y tiene que ver con el nombre de la ciudad. Total que, a reserva de ser grosero, se trata de un recibimiento amable. El edificio es de cantera y no tiene gran valor arquitectónico; sin embargo, habrá que decir que es de lo mejorcito en una ciudad que se encargó de borrar sus mejores huellas en edificios públicos y particulares. Para las nuevas generaciones, dudo que represente algo que vaya más allá de un distintivo o un parque de aventuras. Para los cuarentones (y más) es el símbolo de la salida de y la entrada a la ciudad, es la puerta. Es probable, incluso, que los de mi generación hayan perdido la memoria y hayan sujetado sus referencias a la ciudad a los nuevos límites, pues el Arco ha quedado en la zona centro.
Yo no he perdido la memoria, lo juro, así sea sesgada.[7] Al fin exiliado voluntario de esa ciudad, de vez en cuando me repliego de mis quehaceres e imagino aquel plano de la infancia en que el castillo medieval tenía su salida por ese arco de triunfo. Lo más curioso es que la puerta existe más allá del edificio. La abro y viene a mi mente la infancia, la ciudadela breve. La cierro y me descubro viviendo en una ciudad con tantas puertas que me llevan a otra con tantas puertas que me regresan a esta otra ciudad en que hoy escribo.
Se pueden recorrer las ciudades y reconocer en sus edificios su edad y su linaje. Se pueden conocer sus miedos y en sus confianzas. Así como de pronto se juzga el desarrollo de una ciudad por sus rascacielos y calles pavimentadas, se puede uno pasar viendo sus puertas. Detrás de ellas está el tiempo, ya no la realidad que encerraron.
Es curioso, aquí se parte de una realidad real, pero su contenido sólo se podrá llenar con el mundo posible.
¿Dónde estuvo la primera puerta zacatecana?
¿Desde qué puerta se llevó a cabo el primer acto de espionaje a costa del vecino?
¿Qué hubo detrás de esas puertas?
¿Qué lágrimas, qué sonrisas se estrellaron en la dureza de la madera como los deseos de los personajes de “El banquete fuinerario”?
¿Cuál fue la puerta que el Pípila quemó?
¿Qué puerta, más matrera, se abrió o se cerró aquel aciago día para el Intendente Riaño?
¿Qué puerta invisible le impidió a Hidalgo avanzar sobre la ciudad de México?
¿Qué puerta le cerró Porfirio Díaz a García de la Cadena, de modo que lo metió de lleno a la otra historia?
¿Qué puerta derribó el bazukazo de los vándalos en aquel troglodita año de 1968?
¿Cuál es la puerta de Zacatecas?
¿Cuáles son mis puertas, aquellas que me ligan a la literatura, a la historia, a la ciudad y a la vida?

Puerta/vida
Trasponer la puerta. ¿Se entra? ¿Se sale? Salir a la calle, salir de la ciudad fortificada, llevando a la ciudad consigo, con sus fortalezas y flancos débiles. Allí quedan las puertas en territorios amados, resguardando la vivencia.

Ayer cuando paseaba por mi barrio
alejado del centro, pasé bajo la casa
donde solía ir cuando era joven.
El amor había poseído allí mi cuerpo
con su maravilloso poder.


Y habrá puertas que se abren, como manos cálidas o puños fieros, como brazos, como regazos o cadalsos, ciudades que encandilen y en sus entrañas nos den la oportunidad de la vida o de la muerte.


Y ayer
Mientras andaba por la vieja calle,
de repente se embellecieron por la magia del amor
las tiendas, las aceras, las piedras,
y muros, balcones y ventanas,
nada quedó allí como antes era.


Recurro ahora a la película Expresso de media noche. El preso ha matado a su carcelero. Lo que comenzó como una aventura juvenil que rayaba en la broma y se ha prolongado como una pena en la cárcel está a punto de desenlazarse. En el encierro, al borde del abismo, a casi nada de perderse entre la masa proscrita, aquella que da vueltas y vueltas sin cuestionar ni el giro ni el único sentido, resguardado por puertas y más puertas, el hombre ve en la los senos de la novia la otra puertecilla, la de la esquina velada del tejido divino. Al salir a ver esa parte grandiosa de la amada, le vuelve la sangre al cuerpo, la vida al alma. El norteamericano en Turquía, con las ropas de su víctima, camina hacia la puerta por donde salen los guardias. Alguien lo llama. El asunto ha terminado. Él voltea, sabe que la cárcel retornará más feroz. Sin embargo, lo protege la penumbra de la última parte del pasillo. No lo quieren detener, lo ayudan, le lanzan el llavero para que pueda abrir la puerta. El personaje de hombros encogidos se encoge más, luego va por las llaves que han caído unas gradas arriba, las levanta, se dirige a la puerta y abre. Afuera, con el deslumbramiento de la luz plena, tiene otro problema, un carro militar se dirige hacia él; no, es sólo que pasa junto a él. Es una puerta más que traspone, después vendrá la frontera y la entrada a su país. Por lo pronto, el hombre salta de gozo.

Y mientras permanecía y miraba la puerta,
y en pie me demoraba ante la casa,
todo mi ser se abrió a la placentera
y sensual emoción entregándose.[8]


Las puertas de mi cuerpo y las puertas de mi alma: el brinco de etapa en etapa de la carne (el trauma en cuarentena, el deseo que llegó para quedarse y buscar satisfacerse plenamente), puertas que se abren y se cierran. Las puertas de la casa, espacio que cobija y que expulsa. Las puertas físicas y psíquicas del amor, un recuerdo y una caricia a la desesperanza. Las puertas de la ciudad querida, renegando de ella dentro, añorándola desde fuera. Las puertas de la historia: el caber o no caber con el suceder de héroes y dinastías. La siempre puerta sólo para encontrar otra puerta siempre.



[1] C. P. Cavafis, Poesía Completa, 4ª edición, Alianza Editorial, col. Alianza Tres, núm. 93, Madrid, 1997, p. 264.
[2] Edmundo Valadés (Compilación), Los mejores cuentos del siglo XX, PROMEXA, col. Las grandes obras del siglo veinte, México, 1979. pp. 455-463.
[3] “—Porque entonces nos mandarán comida de la casa blanca”: Idem, p. 463.
[4] Franz Kafka, América, Alianza Editorial/ Emecé, Libro de bolsillo, núm. 344, Madrid, 1971, p. 75.
[5] Luther Blisset, Q, Mondadori, Literatura, núm. 142, Barcelona, 2000, p. 249.
[6] Jean Delumeau, en su libro El miedo en Occidente, Taurus, col. pensamiento, Madrid, 2002, pp. 9-10, nos habla de una puerta especial para después de la hora. Conviene, pese a lo largo de la cita, reproducir el texto intercalado con observaciones de Michel Montaigne: “Durante el siglo XVI no se entra en Augsburgo fácilmente de noche. Montaigne, que visitó la ciudad en 1580, queda maravillado ante la ‘falsa puerta’ que, gracias a dos guardianes, filtra a los viajeros que llegaban tras la puesta del sol. Éstos chocan primero con una poterna de hierro que el primer guardián, cuyo cuarto está situado a más de cien pasos de allí, abre desde su alojamiento gracias a una cadena de hierro que, ‘por un fuerte y largo camino y muchas vueltas’ retira una pieza también de hierro. Una vez pasado este obstáculo, la puerta se cierra de repente. El visitante franquea luego un puente cubierto situado sobre el foso de la villa, y llega a una pequeña plaza donde declara su identidad e indica la dirección en que ha de alojarse en Augsburgo. Con un toque de campanilla, el guardián avisa entonces a un compañero, que acciona un resorte situado en una galería próxima a su cuarto. Este resorte abre primero una barrera —siempre de hierro—, luego, mediante una gran rueda, dirige el puente levadizo “sin que de todos esos movimientos se pueda percibir nada: porque se guían por los pesos del muro y de las puertas, y de pronto todo vuelve a cerrarse con gran estruendo”. Al otro lado del puente levadizo se abre una gran puerta, ‘muy espesa, que es de madera y está reforzada con diversas y grandes hojas de hierro’. El extranjero accede por ella a una sala donde se encuentra encerrado, sólo y sin luz. Pero otra puerta semejante a la anterior le permite pasar a una segunda sala en la que, esta vez, ‘hay luz’ y en la que descubre un recipiente de bronce que cuelga de una cadena. Deposita en él el dinero de su pasaje. El (segundo) portero tira de la cadena, recoge el recipiente, comprueba la suma depositada por el visitante. Si no está conforme con la tarifa fijada, le dejará ‘templarse hasta el día siguiente’. Pero si queda satisfecho, ‘le abre de la misma forma una gran puerta semejante a las otras, que se cierra bruscamente cuando ha pasado, y ya le tenemos en la ciudad’. Detalle importante que completa este dispositivo a la vez pesado e ingenioso: bajo las salas y las puertas se halla preparada ‘una gran bodega capaz de alojar a quinientos hombres de armas con sus caballos para enfrentarse a cualquier eventualidad’. Llegado el caso se les manda a la guerra ‘sin el sello del común de la villa’”.
Precauciones singularmente reveladoras de un clima de inseguridad: cuatro gruesas puertas sucesivas, un puente sobre un foso, un puente levadizo y una barrera no parecen suficientes para proteger, contra cualquier sorpresa, a una villa de 60,000 habitantes que es, en esa época, la más poblada y rica de Alemania.
[7] “Más allá de seis ríos y tres cadenas de montañas surge Zora, ciudad que quien la ha visto una vez no puede olvidarla más. Pero no porque deje como otras ciudades memorables una imagen fuera de lo común en los recuerdos. Zora tiene la propiedad de permanecer en la memoria punto por punto, en la sucesión de las calles, y de las casas a lo largo de las calles, y de las puertas y de las ventanas en las casas, aunque sin mostrar en ellas hermosuras o rarezas particulares. Su secreto es la forma en que la vista corre por figuras que se suceden como en una partitura musical donde no se puede cambiar ninguna nota”, Italo Calvino, Las ciudades invisibles, 2ª reimpresión, 1995, Minotauro, p. 26.
[8] Constantino Cavafis, Poesías completas, 19ª edición, 1ª reimpresión, 1997, Hiperión, col. Poesía, Madrid, p. 103,

Hey negro, ¿dónde estás?

Infausta labor, digna de zopilote o de buitre, hacerse presente en los decesos. Qué se les va a hacer. Se nos ha ido Aimé Césaire, el autor del grandioso poema "Cuadernos del retorno al país natal", editado en nuestro país, hace muchos años, por editorial Era. Las voces de la negritud. ¿Por qué no se reedito tan magna obra? Pasó de moda el tema, aunque no el autor, pues propiamente no estuvo de moda. Fue. Como Senghor, como Guillén. Rompieron las barreras de la raza y del racismo, abolieron los adjetivos en torno a la poesia. Césaire, desde Martinica supo amplificar y plastificar en nuevas rutas al francés y hacer legible la tragedia del hombre, su búsqueda de identidad y de raíces. En su voz se reconcilia el drama del negro, es cierto, pero sobre todo el drama del hombre: el periplo donde lleva su entorno y el regreso donde encuentra otra cosa y se extraña a sí mismo, no sólo por el cambio del terruño, también por el cambio de sí mismo. ¿Dónde estás, negro? Aquí entre nosotros, aunque seguramente habrá que releerte. ¿Dónde estás, Amé, Cesaire, en la lucha de los discursos?