domingo, 31 de agosto de 2008

El hijo del coronel: la verdad está en otra parte



Viste el río Micos y miraste tu cuerpo desnudo, el niño impúdico que con sus amigos se arrojaba al agua todas las tardes para refrescarse
David Ojeda.
[1]

Me di cuenta de que muchos de los que se remitían a su conciencia decían algo que descalificaba o dañaba a otros. Así vi que la conciencia no sólo estaba al servicio del bien, sino también al servicio del mal. Por tanto, empecé a sospechar del gran respeto que nuestra cultura manifiesta por la conciencia. Asimismo me pareció sospechoso que el esclarecimiento occidental no hubiera tocado en absoluto a la conciencia, y muchas ideas religiosas que antaño habían sembrado miedo y terror, ahora me parecían transferidas a la conciencia, donde seguían intocables como un tabú.
Bert Hellinger.
[2]



I. Detrás
Tal cual sucede en los mejores relatos de Rudyard Kipling, El hijo
del coronel nos lleva (como al conejo con la zanahoria cerca de la nariz) a
desentrañar una intriga, la más evidente (Marcelo, el ex boina verde, escindido
en dos componentes internos y dos espacios Texas y La Huasteca) y enredarse en
ella y después aparece el verdadero móvil (la escopeta del cazador) o el
famoso plan b (la transformación de Marcelo a Marcela, sin la vista gris del
realismo sucio de los últimos tiempos y Texas y la Ciudad de México). Ante
nuestros ojos aparece otra parte del enigma que se ha venido conformando sin que
demos demasiada atención, a pesar de que se nos ha dado desde el título y con
referencias constantes. Victoria completa la amplia gama que va de la feminidad
a la masculinidad. En el relato el desenlace suele ser fugaz, en la novela
requiere de mayor pulso y desarrollo, pues de cualquier manera se deben anudar
los hilos sueltos. Frente al fulminante relámpago del texto más breve se observa
un relampagueo que cobija nuestras expectativas creadas a lo largo de la
lectura.
En realidad Ojeda se detiene frente a Marcelo (90 páginas), frente a
Victoria muerta y vista por el médico legista (40) y frente a Marcelo/ Marcela y
Erubiel felices (70) y los tres bloques tienen independencia y dependencia con
respecto al todo, lo que nos recordaría a parte de su producción narrativa
anterior, aunque ahora más con la cara hacia la novela.
El primer bloque
pega primero y pega dos veces, nos envuelve y nos incita a tomar partido, a
olvidarnos de lo que se nos ha prometido. La voz que precisa el contorno de
Marcelo siempre entre dos posibilidades, imponiéndose la más “objetivamente”
perversa a partir de su entrada a la milicia y su crisis en los días anteriores
a la Navidad de 2007 que terminará con un accidente cerca de Ciudad Valles y con
la muerte de Victoria, momento en que ya no podrá escapar ni a la muerte de la
cónyuge ni al regreso de la otra parte interna: “borrar de tu mente al otro, el
yo que teme y se conduele, suplantarlo con el que se oculta y planea, arrinconar
la conciencia y dejar que fluye el instinto remodelado para imponerse en la
guerra”.[3] La voz explícita y la voz silenciosa pero allí permiten
una defensa de la parte inocente de ese niño desnudo que tuvo que sobrevivir de
acuerdo a la ley de la selva.
El segundo bloque opera como un descanso
dentro del vértigo narrativo y es puente distractor. Distractor porque enfría al
lector en torno a Marcelo, pero también porque centra todo en la relación
Marcelo-Victoria y el convidado de piedra, el médico que sólo podrá contemplar
enteramente desnuda a su vieja novia de pueblo en la plancha del servicio médico
forense. Pero también allí se conoce la única vacilación moral de Victoria y el
precio que se autocobró y cobró a los demás “Óyeme bien, Fernando Carrillo, no
quiero que me vuelvas a dirigir la palabra en la vida. Déjame en paz para
siempre. Olvídate de mí. ¿Acaso no te avergüenzas?”.[4] La hermosura de Victoria no merecía tal ultraje por parte
de ella misma. Es aquí donde opera la sabiduría de Bellinger, citado en el
epígrafe y el eterno “fin justifica los medios” que no tuvo sólo presencia en el
campo de la política pública. Los carabinieri estuvieron en todos partes.
Literariamente este hecho equilibra, balancea a los personajes.
En el
tercer bloque Marcelo ha despertado, ha tocado los límites terrestres en que se
encuentra y se entera de la muerte de Victoria y ha de avisar a su hijo del
deceso y sabrá por fin que el vástago ha cambiado de sexo y mantiene una
relación amorosa, plena con su pareja: “Y en ese momento sintió por primera vez
el roce de una mano tibia y firme, los dedos de Erubiel posándose sobre los de
ella”.[5]
Marcelo ha salido de La Huasteca, adolescente, ha
emigrado a Estados Unidos y ha sufrido la parca tutela de su padre y su
desafiliación al enrolarse en el Ejército de los Estados Unidos. En el
entrenamiento ha jugado su resto:

A partir de entonces, enfrentando
ese reto, llevaste tu vida por un rumbo del que poco te has querido
apartar: no tanto definido por técnicas de combate o armamentos, ni por
conceptos de batalla o de enemigo; tampoco por discursos de políticos, arengas y
órdenes de tus superiores; y mucho menos por colisiones entre países y fuerzas e
ideas. Porque para ti todo se redujo al hecho de haber recibido un
adiestramiento provechoso que te permitió al otro que eras y te convirtió en un
perfecto predador[6]

El punto de separación o de
acallamiento es la canción del bikini amarillo. Es en el momento de la
instrucción militar. De allí saldrá boina verde.hacia Vietnam y descubrirá sus
habilidades de inteligencia, por lo que podrá aprovechar éstas en instrucción de
fuerzas de otros países y contrabando de armas y otras hermosuras de ese tipo,
contando con un marco decente de padre de familia y esposo.
Al accidentarse
en la Navidad de 2007 Marcelo no podrá detener su regreso no sólo al origen sino
a una realidad que lo ha rebasado. Si bien es cierto que él ha estado del lado
de los poderosos, también es cierto que al mover las formas tradicionales de
delinquir y explotar también han movido las respuestas de la sociedad a los
diversos problemas. Tal es el caso de las alternativas sexuales y de las
prácticas heterodoxas.
Sólo de esta manera es que es posible asimilar ese
contorno de Marcela, quien ha asumido su sexualidad y ha dado los pasos
necesarios para estar bien consigo misma y ha contado con el apoyo de la mamá,
quien ha fraguado el viaje desde Texas para que Marcelo conozca la nueva
presencia de su hijo.de cualquier manera, lo sabremos, es la historia de un
barquito de papel.
Creo que una virtud del texto de Ojeda es el dejar ser a
los personajes, presentarlos desnudos, sobre todo al que pareciera el
responsable de todo, pero quien sabemos su pasado, los agravios recibidos, los
engaños, la violencia y que tiene que cargar sobre su doble apreciación del
mundo la muerte del amigo que insulta a la madre llamándola “Taquera”, palabra
que provocará la ira de Marcelo al salir del Restaurante y perseguir a los
jóvenes, sin saber que entre un autobús y un camión de redilas lo postrarán y
llevarán de nuevo a la posible reconciliación ubicada más allá de todo
maniqueísmo.

II. Los símbolos
La novela recrea los
pasajes de la memoria, pero maneja una serie de símbolos, unos de carácter
lingüístico, otros de carácter pictórico, que la enriquecen y le dan una mayor
densidad: La canción del bikini amarillo, el cuerpo desnudo, la adolescencia que
sale a jugar su rol, las palabras perdidas, el contrasentido de la libertad del
cuerpo tocado para adiestrar al cuerpo en situaciones límite: Taquera, acamayas,
puntos de torcedura del destino de Marcelo. Y la presencia de El temerario y La
muerte del Bautista en la vida actual de Marcelo. En primer lugar el cuadro de
William Turner en donde se ve al buque insignia de la armada británica
siendo llevado a retiro por el pequeño remolcador de vapor: el gran guerrero ha
caído y las nuevas energías lo someten como si fuera barquito de papel. Y en el
caso del Bautista está en el apellido de la madre y de la hija. Así se cierra la
pinza: la violencia, la inocencia y el producto, el hombre con energía de mujer
y el hoy abierto a pesar de todo.
Frente a la asfixia y la vida dedicada al
poder o al orden, los padres, se abre la alternativa de ser a pesar de todos,
incluso del tímido lector, que ah tuno, se deslinda por la vías de la forma de
las costuras de la moral convencional.

III. Los nexos
La
narrativa de Ojeda se planta de manera novedosa en la mejor prosa actual. Viene
a mi memoria la novela La última hora del último día de Jordi Soler que
transcurre en la zona cafetalera de Veracruz, con una comunidad de refugiados
españoles que sufren las penalidades del trasterramiento y del agravio de los
nativos y del sistema político de manera harto lejana del dulce mito de los
Republicanos españoles protegidos por México.
También en la novela de Ojeda
se plantea el problema de la doble nacionalidad, del refugio de la patria nueva
y de la pérdida de la identidad entre los engranajes de la ley de la selva
actual. La Ciudad de Oro ha devenido en la pérdida de identidad y la entrada a
las ruinas de la existencia. También en ella, en El hijo del coronel se mata el
mito de la protección y la recepción amorosa de la nueva patria.
Pero además,
en el caso de la novela de Ojeda se va a la ruptura temática. Si los dos
primeros bloques se asiste a un golpeteo sobre el lector tradicional y a sus
ardides, en el tercer bloque se muestra una nueva posibilidad, inesperada hasta
hoy en los moldes de la narrativa, que han transitado si acaso por los modelos
una herencia de catecismo penitenciaria o de un realismo sucio que se decapita
en una nueva sanción moral que se hunde en la tradición: la forma es
contenido.
He llegado a esta relación no de manera arbitraria, sino a partir
del Guernica de Picasso y de los epígrafes de la novela, todos éstos de
escritores españoles, lo que nos lleva a preguntarnos por su significado.
Me lo quedo de tarea.
Yo en este momento sólo diría que el vértigo narrativo,
que la construcción de dos asuntos que forman parte del mismo y distraen al
lector, el manejo de los símbolos y el tratamiento temático desafiante en su
parte final, ponen a David Ojeda en la punta de la novelística actual,
acercándose a zonas perfectamente delimitadas, pero que rebasan con mucho su
territorio y nos adentran en el misterio del hombre y en los grilletes con que
hasta ahora ha sido sancionado por parte de la intelectualidad. Quisiera
terminar estas líneas de nueva cuenta con Bert Hellinger:

Así entendí que los sentimientos de inocencia y de culpa únicamente son útiles en el
marco de determinados límites, y que inocencia y culpa no son lo mismo que bueno
y malo. También aquí empecé a mirar más detenidamente. Vi que existían muchas
formas de experimentar la culpa y la inocencia, y que ambas servían a diversos
fines, por ejemplo al vínculo y a la compensación entre dar y tomar. Estos fines
se complementan y también se contradicen, como es el caso entre la justicia y el
amor. Así, la inocencia en el lado de la justicia frecuentemente se convierte en
culpa en el lado del amor, y viceversa.[7]




[1] David Ojeda, El hijo del coronel, México, 2008, Tusquets, Andanzas, p. 22.
[2] Bert Hellinger, El centro se distingue por su levedad. Conferencias e historias terapéuticas. Barcelona, 2006, 3ª impresión, Herder, p. 13.
[3] David Ojeda, Idem, p. 19.
[4] Ibidem, p. 137.
[5] Ibidem, p. 157.
[6] Ibidem, pp. 19-20.
[7] Bert Hellinger, Idem, p. 14.

jueves, 5 de junio de 2008

Huyan: Aquí nadie es inocente. Escenas de prensa

Huyan: Aquí nadie es inocente. Escenas de prensa

Y no existía salida alguna en verdad
Francisco Javier Mares


I

He tenido la ventura (desventurada) de tener ante mis ojos las galeras del libro de Francisco Javier Mares Aquí nadie es inocente. Escenas de prensa, de inminente publicación por Tlacuilo editores. Ventura porque desvela una realidad que a menudo ignoramos o pretendemos ignorar. Desventurada porque desde el título se da uno cuenta de que ha adquirido boleto de implicación.
El libro es intenso, sobre todo en su segunda parte, donde la noticia policíaca se torna casi obra de ficción, relato sabroso, a veces estructuralmente muy cercano al buen relato literario, pero con la prioridad de no cerrar la puerta al texto, sino de mandar al lector a confrontar lo que se dice con las calles que recorremos de manera cotidiana.
La primera parte tiene otra virtud. Es más frío, es una especie de boomerang donde desde el pasado se confirma el futuro, esto es el presente. Aquí a mí me gana el morbo y no salgo defraudado. Son entrevistas a políticos, disecciones de los cambios de rumbo y del bonapartismo que los que vivimos en Zacatecas pensamos era exclusivo de Ricardo Monreal Ávila y que en Guanajuato se confirma con el vertiginoso ascenso del actual gobernador, para no mencionar a aquel que vive por los rincones del Estado de Guanajuato.
La tercera parte es una miscelánea en donde se funden los dos niveles anteriores, pero además se da paso a un análisis más sereno de la vida que se disecciona en todas las páginas del libro. Es una miscelánea donde se asiste a un panorama de vida cultural sin soltar la presa y sin dejar de acudir a mordientes páginas con problemas vitales. Aquí el ensayo y el relato se huelen y se leen.

II

He dicho que la primera parte es una especie de Cuando el destino nos alcance. Y eso ya pasó. Asistimos así a la entraña de la antigua clase panista (en la voz de Luis Manuel Aranda), su civilidad y capacidad negociadora. Es la alfombra que se tendió para los nuevos panistas, pero es la lógica que posibilitó el ascenso a la gubernatura y, en gran medida, el amarre del precioso paseo por los Pinos.
Las entrevistas a Heberto Castillo y a Andrés Manuel López Obrador hablan de los oficios de Cárdenas por imponer su línea contra viento y marea y las palabras de Navarrete acaso presagian el destino que les espera a la vuelta de la esquina. El Rey ha muerto. ¡Viva el Rey! ¿Será cierto que la primera es drama y la segunda comedia?
Del bonapartismo del oficio en los medios a la comunicación social, a la dirigencia del partido y la gubernatura, mejor ni apostar porque cuadre con las asperezas del Zorro.
Y cierto, no hay inocentes. La mirada se nubla cuando ve la suerte de El Guaje, de su dirigente, y la puñalada que tiene que venir de dentro, vía la ruptura, para no tener que llenar las calles del centro de piedras y de titulares de ocho columnas contra la maldad que avanza y nos arrebata la ciudad tan católica y tan fiel a sí misma.
De la sección policíaca, la segunda, la más candente, desde mi modesto punto de vista, es de elogiar su ritmo y su construcción, lo que la pone lejos, de calle, de la noticia amarilla o roja que no pasa del cachondeo con lo frívolo. La técnica de Mares permite ver la realidad desde diversas perspectivas. Para empezar, no se trata de un fenómeno de buenos y malos. Malos los hay desde la sección anterior, y si no véase la pulcritud corrupta de los de cuello blanco que cobran por revisar o leer o corregir o váyase a saber por qué, pero cobran y bien. Y consta en actas.
Entonces en las crónicas de Mares se ve una realidad compleja, una sociedad golpeada y golpeadora, un ejercicio de la autoridad pendenciero, dado a la mentira y a la comodidad, arbitrario e injusto.
Puede tratarse de la construcción de una versión de hechos, del intento fallido de unos pelaos por escaparse del penal o del atrapamiento de un joven que huye o de una mujer asesinada cuyos acontecimientos no cuadran o se vive en la dimensión desconocida.
Lo demás es libros, lucha libre, suicidios. La vida igual de complicada sea desde el comentario bibliófilo, desde el vuelo del vampiro canadiense, de los pasos por el Coecillo arrebatado, igual de cabrón, pero ya otro, o el desamparo frente a “Blanca —su cuerpo inerme— fue descubierta a las siete de la noche con cincuenta minutos, al regresar del trabajo su padre, de oficio zapatero. Se había encerrado a las seis de la tarde”.

III
El edén subvertido, el ego angustiado, la responsabilidad sartreana una vez que libremente me he metido a los textos de Mares. Se sufre y más los que ya no pueden salir de los textos o de la muerte. La política seguirá su camino negociador, salpicado de refranes y pleitos entre jacobinos y cristianos, pero la nota roja seguirá arrojando muertos, presos, inocentes sepultados.
El libro es excelente, hay que leerlo. Lo que me parece más relevante, al final de cuentas, es que se pueda leer independientemente de su origen, que cobre vida por sí mismo en la totalidad y en cada una de sus partes. El libro reivindica al periodismo de calidad, pero sobre todo, se convierte en voz poderosa sobre un estado de cosas que hay que reexaminar y mantener en la memoria. Es de agradecerse la entrega a ese Tlacuilo terco y matrero. Salud.

viernes, 18 de abril de 2008

Puertas

A Juan Carlos Pinto Márquez

En la Mansión del Alma vagan las Pasiones
—bellas mujeres cubiertas con sedas
y coronadas de zafiros.
Desde la puerta de la mansión hasta lo más recóndito
De todas las estancias se enseñorean. En la mayor
—la noches en que hierve la sangre—
danzan y beben con los cabellos al viento
Constantino Cavafis[1]

La puerta se cerró detrás de ti
y nunca más volviste a aparecer
dejaste abandonada la ilusión
que había en mi corazón por ti
Luis Demetrio



Puerta/literatura
La literatura es algo más que letras. Es algo más que referencialidad; de hecho, es su suspensión. Es algo más que libros. Es provocación a la sensibilidad y al cerebro. Es un umbral a mundos posibles y a mundos reales. Es un juego interesante y siempre lleno de sorpresas, de ires y venires. Imposible delimitarla del todo; además de empobrecerla, el vano intento nos rebasaría sin remedio. Las letras van una a una, frente al lector, forman palabras, después oraciones, párrafos; del eje sintagmático se pasa al paradigmático: selección y combinación, combinación y selección, la actuación pica y huye amparada en la competencia; se borran los caminos de la tinta y llevan a lo representado: no al mundo exterior, al mundo construido, a la nueva referencia ahora sí, desde la letra: olores, recuerdos, caricias, personajes, miradas de pasión, casas, exquisitos platillos, amores, declaraciones letales, odios, lances, asesinatos, traiciones, besos, reverencias, lealtades, despedidas, bufones, tiranos, ceremonias, costumbres, leyendas, ritos, cobran vida.
¿Podemos negar la realidad del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, de la dolorosa orfandad del Pip de Charles Dickens, del cuerpo destrozado de Ana Karenina después del paso del tren, de las sorpresas recurrentes de Las Ciudades invisibles de Calvino o la joroba del triste enamorado de Notre Dame? ¿Podemos negarle viabilidad a la visita al infierno existencial y etílico, más allá de Cuauhnahuac y los volcanes, de Geoffrey Firmin en Bajo el volcán, a la vida hecha bicho de Gregorio Samsa o al deseo de conocer al padre y cobrárselo caro de Juan Preciado? ¿Podemos olvidar el crujir del esqueleto de Polonio ante la inflexible espada de Hamlet o el tronar de los huesos de difuntos frente a la cercanía de la lluvia en Pedro Páramo?
Desde mi limitada perspectiva, por ejemplo, en el cuento “Casa tomada”, de Julio Cortázar, se sintetizan el mundo real y el mundo posible. Primero el autor parece separarlos: el cotidiano, real (así sea literario), movimiento se acorta porque varias partes del hogar han sido tomadas con constancia: es la enigmática amenaza y el tortuoso avance del mundo posible. Pero éste copa del todo al personaje y sólo le queda abrir la puerta para escapar del territorio expropiado, despedirse de lo que ha sido —al menos eso creía— suyo, deshacerse de las llaves y caminar en busca de rumbo.
La pregunta es: ¿en la calle está dentro del mundo real o dentro del mundo posible? Una pregunta más: ¿el avance del mundo de la nada sobre el reino de fantasía, en La historia interminable, pertenece al mundo real o al mundo posible? En todo caso, la paradoja nos alcanza: el mundo posible se ha convertido en mundo real. O como ha dicho Mario Vargas Llosa, el mundo más inverosímil y mentiroso (mundo posible) puede llegar a ser el más verdadero (mundo real).
Recuerdo y recupero ahora, gracias a la generosa labor compiladora de Edmundo Valadés,[2] la importancia de la puerta en el cuento “El banquete funerario”, del escritor turco Cevdet Kudret (Estambul, 1907). El aguador ha resbalado y caído, ha muerto y ha dejado a la esposa y a dos hijos en la extrema miseria. El futuro y el presente se cierran como una puerta sin contorno. Del pasado llegan los días pobres y, sin embargo, felices en que el agua era un sustento y daba solidez a la familia. En un arranque de tierna rabia, la viuda se queja de no haber robado un poco más del vital líquido cuando la contrataban para lavar ropa
De la calle en que viven y de la cual han vivido, tanto el hoy hombre muerto como la esposa, se pasa al espacio en donde se celebran las exequias. Del mundo líquido del agua que les ha servido para sobrevivir y que les ha juzgado esa trastada, se arriba a la sequedad de las consecuencias de la tragedia.
Después viene el encierro, el recogimiento obligatorio. La pena impera, hay que sufrirla, hay que purgarla. La acción transcurre con una puerta de por medio. Detrás de ella está la familia que ha perdido el soporte. Los primeros días llegan los platillos, no hay problema, alguien piensa por ellos.
Después el desgaste avanza, se limpia la despensa, se vacían los bolsillos, viene la espera de que se abran las puertas vecinas con las ricas viandas que, siguiendo la tradición, además de borrar las diferencias sociales, reconcilian con la vida o, según se vea, obligan a existir mientras se retoma el ritmo con la pena encima; afuera está el tráfago sin descanso y las reglas absurdas. Como aquella —quizá tan absurda como la de enviar alimentos— de que no es propio que la viuda trabaje en esos días de luto, no es sensato ni decoroso que se le distraiga de su pena.
Así, en el aislamiento auto-obligado y/o obligatorio, los cuerpos son sometidos y la puerta trae los ruidos de los otros, pasos, voces, los magnifica; mete y saca olores, aromas de dos mundos; introduce vientos de la calle y recoge tempestades mentales; permite en sus rendijas el paso de la luz, interrumpido por el movimiento de los hombres y es la luz también lo que se eclipsa, la bujía interior. Luz y oscuridad: el acertijo. Es un nuevo pulso, más cercano a la latencia que a la normalidad vital.
Si detrás de la puerta la muerte se acerca y por lo tanto la vida está en litigio, transformada la casa de rutinaria cobija en potencial sudario y sarcófago, delante de esa misma puerta está la vida. Alguien dirá es un simple (a)según: adentro con la vida en peligro de muerte; afuera con la muerte en vida.
Dos sucesos son fundamentales. De uno se sale en apariencia, del otro no. En éste los dos niños oyen venir al vendedor de pan, imaginan esa masa sabrosa, vaporosa, reparadora. La madre también lo percibe. No hay dinero. La mujer idea una estratagema para dar una tregua a su apetito y al de sus críos. Podrá pedir fiado, podrá con el simple mostrar su dolor y su estado (todos lo saben, todos lo comparten), conmover al dueño de ese producto salvador.
Todo consistirá en abrir la puerta, salir, interceptar, hablar, sorprender y una amplia variedad de panes estará en sus manos y prontamente en la boca de sus niños y en la propia. Debe esperar el momento propicio, el único en que obtendrá la presa de trigo. Así se agranda el ritmo y el pregón del comerciante, hasta llegar a igualar los latidos del corazón, los suspiros, de la viuda.
Llega el instante, no se detiene, y pasa y se aleja con vértigo. No se ha atrevido a abrir, a pedir. El pan escapa con todo y aroma, suavidad y esperanzas. Es la primera vez que la puerta se constituye en un obstáculo para salir y por ende para la salvación y deviene en inicial entrada al sepulcro de los vivos.
No se da por vencida, por ardides no para. Tiene que cumplir con la labor de madre y padre a la vez. La misma puerta se abre y se cierra para que el hijo mayor salga, en medio de un tiempo de los mil demonios, a pedir fiado a la tienda. Ahora ella no duda, da claras instrucciones. El que titubea es el niño: se ha apoderado de él el complejo de culpa, el peso de la vergüenza al pedir, la tapia de la conciencia que condena antes de tiempo. Aún ganan los escrúpulos sobre los instintos: la mísera victoria de la cultura. Se apena, pierde la ya de por sí escasa confianza y en lugar de obedecer la estratagema materna inventa una mentira: se le ha olvidado el dinero.
El tendero no se conmueve, aunque sabe su tragedia (todos la saben, todos la comparten, todos la respetan, pero el negocio es frío, no sabe de esas cosas. La tradición tiene sus cauces y ahora corren con sus claros límites). También aquí ganan los escrúpulos sobre los (buenos) instintos. La pena ajena es menor que su ganancia de comerciante. El hijo cruza dos puertas. O más bien tres, porque la última, sólo para él, es la de la enfermedad y la muerte.
En realidad abre una cuarta puerta que no lo incluye, la de la tregua. Aún frente al muro sin salida se abre una pequeña salida, acaso el agujero para un roedor. Como Moisés, no verá la tierra prometida, pero al menos trabajará para que madre y hermano caminen hacia ella.
Lo dice el niño más pequeño con crudo realismo: ¿se morirá mi hermano?[3] ¿Nos traerán comida de la casa rica?, ¿volverán en esos días de muerte, luto y llanto, los más sabrosos bocadillos de la casa elegante del vecindario? ¿La adecuada administración de los recursos permitirá sortear la tormenta y arribar a cielo claro o es tan sólo la desgracia que juega al gato y al ratón con sus víctimas?
El cuento está lleno de paradojas (el mismo título es una muestra: banquete funerario: vasta, exquisita, comida de muerte o la muerte como alimento delicioso), pero la puerta se abre y se cierra en torno a los personajes. Una vez que la desgracia cae, los hechos se agravan. No hay alternativa, es cosa de días. Quizás la astucia o la costumbre permitan a los personajes escapar al final definitivo y tener un periodo de gracia para dar la lucha. Después de todo el mundo posible se presenta como más real: sobrevivirán. Cierto, intranquilo lector, no sufras; osado escribano, no sudes: seguirán en el mundo. En todo caso cerremos la puerta con premura, suspendamos el peso de ese mundo sobre el elctor: sólo se trata de un cuento. Para colmo es de un turco.
Jorge Luis Borges habló de senderos que se bifurcan siempre; imposible estatizar, reducir el viaje a una sola opción. Franz Kafka modelizó en América un pasillo con puertas cerradas, inquietantes.

Karl tuvo que proteger la llama con la mano, deteniéndose además a menudo para que se recobrara la llama sofocada. Avanzaba lentamente, por lo que el camino le pareció doblemente largo. Karl había pasado ya por largos trechos de paredes que carecían totalmente de puertas; no podía uno imaginarse qué había tras ellas. Luego sucedíanse las puertas una tras otra; trató de abrir varias, pero estaban cerradas.[4]

En ambas situaciones impera el criterio de la selección. La literatura no simplifica el camino, nadie aprende en el andar del otro. Además, nada es fácil, todo implica una actividad y una decisión. Al final de cuentas pasar del mundo real al mundo posible, y la literatura lo pone de manifiesto, es cosa lúdica, el tronar de dedos del hada o el tenebroso, azaroso, girar de la rueda de Fortuna.
¿Cuál es la importancia del mundo posible? Una realidad que está más allá del yo y de la colectividad, una puerta para acceder a otros espacios. Está en la realidad mental, en nuestros vagabundeos por las posibilidades más extremas; pero sobre todo en esa realidad de palabras que es la literatura, que permite ser puerta de entrada o de salida a la redención de la existencia. Lo mismo el mundo nos persigue y buscamos la calidez detrás de nuestra puerta, que el pequeño universo del hogar se convierte en prisión, antesala de la muerte.

Puerta/historia/ciudad
A escasas horas de que el sol cayese el viajero podía ver calmados sus temores ante la ciudad amurallada y una o varias puertas. El miedo era mayor si el desplazamiento era casual, disminuía en los viejos tiburones de tierra. Tan a la vista y aún tan lejos. Allí había refugio u hogar:

El nombre latino, Monasterium, hace pensar en un lugar de paz y retiro del mundo.
Münster, por el contrario, pide ser marcada a fuego.
Nueve puertas para entrar. En cada una de ellas tres cañones: paredes gruesas, pasos estrechos.
Cuatro torreones bajos y macizos sobresalen hacia los cuatro puntos cardinales para ceñir a modo de avanzadilla la ciudad.
Unas murallas que pueden ser recorridas por tres hombres uno al lado del otro la ciñen enteramente.
El agua del foso es el curso desviado del río Aa que divide en dos la ciudad.
El foso es doble, agua negra delante del primer cerco de muralla y agua negra detrás, salvada por unos puentecillos que dan acceso al segundo cerco, éste más bajo, caracterizado por una torres chatas.
Inexpugnable.[5]

En algunos periodos de predomino rural, los castillos se convirtieron en fortalezas que eran verdaderas ciudades. Fuera feudo o ciudad el destino, durante la jornada el caminante había imaginado las posibilidades y siempre aparecían como final los rostros conocidos u hospitalarios, la calidez de la posada, los leños, el líquido que limpia, el alimento que nutre cuerpo y alma y un lecho reparador. Pero detrás de todo estaba el miedo a la rapiña (unas veces era la naturaleza, otras era cosa de hombres), a lo inesperado y el terror a perderse y quedar a merced de algún misterioso personaje. Había que darse prisa. Era sabido que durante la noche el acceso al cobijo era imposible:[6] allá y la suerte del infortunado viajero que se pusiera al alcance del mismo demonio. Se trataba de puertas físicas, no de las del corazón. Después la ciudad se abrió, aunque en muchos lugares ante el avance de los enemigos o de las bestias se mantuvieron los accesos controlados.
El mar también tenía sus refugios, sus descansos. Pienso en y rememoro la ciudad de Campeche y su Puerta de Tierra. El puerto y la puerta. Por lo general dos brazos de tierra se abrían ante el viajero, espacio donde la bravura del mar amainaba, muñones desde donde se podía controlar las entradas y salidas de barcos. El mar por fin topaba con vegetación, con montañas. El suelo era propicio para la entrada ligera de los marinos. Con la riqueza vinieron los piratas, los asaltantes y la ciudad hubo de tomar providencias, no contra los caminantes de tierra adentro (eran harina de otro costal), sí contra los que seguían la senda del cisne. Se levantaba la muralla, la defensa y, por supuesto, la puerta, otra vez la seguridad y el descanso.
Más acá, dentro de la ciudad moderna, la desdivinizadora, con todo y sus mixturas, cerradas por la noche, las puertas permanecían abiertas en el día. Aún nos tocó la gentileza de los pueblos con calles estrechas y puertas abiertas. En algunas casas señoriales la puerta principal estaba sin cerrar y dentro había un cancel. Entre ambas aduanas el viandante podía descansar o aliviarse de los rayos del sol. No era raro que la gente pidiera agua y en algunos casos se podía disponer de una tinaja de barro cubierta con una tapadera y una olla para el peregrino. Podía haber contacto o no con los habitantes de las casas. Las puertas estaban ahí disponiendo el suave ritmo de la vida y dejando salir los aromas de alimentos y sustancias procesadas en el seno del hogar. Por la noche, las puertas se cerraban y cada quien provocaba al destino y corría su suerte si caminaba por las calles.
De Guanajuato, ciudad de prosapia, conservo dos recuerdos en torno a las puertas. El primero se refiere a una particularidad, por lo menos del barrio de Salgado (frente al penal y frente a la Alhóndiga de Granaditas, ella misma con una puerta histórica y/o legendaria). Los baños estaban a la entrada, de tal manera que no era raro que una hoja del zaguán se abriera para cubrir al personaje que despejaba el cuerpo. Suelo recordar esas sesiones en que mi tía o mi abuela, su hermana, conversaban de los recientes sucesos de sus vidas, de los lejanos tatuajes de la infancia, mientras una de ellas se escudaba tras una de las hojas de la puerta. Extraño espacio en donde se podía escapar de los oídos policíacos dentro de la familia. Por lo demás no era un capricho, ni un ejercicio de extraña gimnasia, tenía que ver con la falta de cañerías de la ciudad. De pronto dejaron las fosas sépticas (en algunos casos era imposible perforar el cerro) y se conectaron a las aguas negras que pasaban por el frente de la calle y que poco a poco fueron cubiertas con losas resistentes que, no obstante, dejaban oír debajo un sonido de aguas en fuga.
El otro recuerdo aún persiste, así se haya estrechado cada vez más. La Central Camionera cierra sus puertas alrededor de la media noche e impide la entrada y salida de viajeros por ese medio. Se trata de una puerta invisible, retén relativizado por autos y taxis, materializada dentro de mi vivencia en las puertas de madera de la vieja central.
Por último, he de decir que soy de una ciudad que tiene un arco triunfal coronado con un león. Se trata de una simbiosis o de un sincretismo, no sé cuál sea la palabra adecuada. El primer motivo es evidentemente épico, aunque no se refiere propiamente a un ejército triunfador. Es en conmemoración de los héroes de la Independencia aunque en él se han subsumido diversas intenciones. El segundo es mera presunción y tiene que ver con el nombre de la ciudad. Total que, a reserva de ser grosero, se trata de un recibimiento amable. El edificio es de cantera y no tiene gran valor arquitectónico; sin embargo, habrá que decir que es de lo mejorcito en una ciudad que se encargó de borrar sus mejores huellas en edificios públicos y particulares. Para las nuevas generaciones, dudo que represente algo que vaya más allá de un distintivo o un parque de aventuras. Para los cuarentones (y más) es el símbolo de la salida de y la entrada a la ciudad, es la puerta. Es probable, incluso, que los de mi generación hayan perdido la memoria y hayan sujetado sus referencias a la ciudad a los nuevos límites, pues el Arco ha quedado en la zona centro.
Yo no he perdido la memoria, lo juro, así sea sesgada.[7] Al fin exiliado voluntario de esa ciudad, de vez en cuando me repliego de mis quehaceres e imagino aquel plano de la infancia en que el castillo medieval tenía su salida por ese arco de triunfo. Lo más curioso es que la puerta existe más allá del edificio. La abro y viene a mi mente la infancia, la ciudadela breve. La cierro y me descubro viviendo en una ciudad con tantas puertas que me llevan a otra con tantas puertas que me regresan a esta otra ciudad en que hoy escribo.
Se pueden recorrer las ciudades y reconocer en sus edificios su edad y su linaje. Se pueden conocer sus miedos y en sus confianzas. Así como de pronto se juzga el desarrollo de una ciudad por sus rascacielos y calles pavimentadas, se puede uno pasar viendo sus puertas. Detrás de ellas está el tiempo, ya no la realidad que encerraron.
Es curioso, aquí se parte de una realidad real, pero su contenido sólo se podrá llenar con el mundo posible.
¿Dónde estuvo la primera puerta zacatecana?
¿Desde qué puerta se llevó a cabo el primer acto de espionaje a costa del vecino?
¿Qué hubo detrás de esas puertas?
¿Qué lágrimas, qué sonrisas se estrellaron en la dureza de la madera como los deseos de los personajes de “El banquete fuinerario”?
¿Cuál fue la puerta que el Pípila quemó?
¿Qué puerta, más matrera, se abrió o se cerró aquel aciago día para el Intendente Riaño?
¿Qué puerta invisible le impidió a Hidalgo avanzar sobre la ciudad de México?
¿Qué puerta le cerró Porfirio Díaz a García de la Cadena, de modo que lo metió de lleno a la otra historia?
¿Qué puerta derribó el bazukazo de los vándalos en aquel troglodita año de 1968?
¿Cuál es la puerta de Zacatecas?
¿Cuáles son mis puertas, aquellas que me ligan a la literatura, a la historia, a la ciudad y a la vida?

Puerta/vida
Trasponer la puerta. ¿Se entra? ¿Se sale? Salir a la calle, salir de la ciudad fortificada, llevando a la ciudad consigo, con sus fortalezas y flancos débiles. Allí quedan las puertas en territorios amados, resguardando la vivencia.

Ayer cuando paseaba por mi barrio
alejado del centro, pasé bajo la casa
donde solía ir cuando era joven.
El amor había poseído allí mi cuerpo
con su maravilloso poder.


Y habrá puertas que se abren, como manos cálidas o puños fieros, como brazos, como regazos o cadalsos, ciudades que encandilen y en sus entrañas nos den la oportunidad de la vida o de la muerte.


Y ayer
Mientras andaba por la vieja calle,
de repente se embellecieron por la magia del amor
las tiendas, las aceras, las piedras,
y muros, balcones y ventanas,
nada quedó allí como antes era.


Recurro ahora a la película Expresso de media noche. El preso ha matado a su carcelero. Lo que comenzó como una aventura juvenil que rayaba en la broma y se ha prolongado como una pena en la cárcel está a punto de desenlazarse. En el encierro, al borde del abismo, a casi nada de perderse entre la masa proscrita, aquella que da vueltas y vueltas sin cuestionar ni el giro ni el único sentido, resguardado por puertas y más puertas, el hombre ve en la los senos de la novia la otra puertecilla, la de la esquina velada del tejido divino. Al salir a ver esa parte grandiosa de la amada, le vuelve la sangre al cuerpo, la vida al alma. El norteamericano en Turquía, con las ropas de su víctima, camina hacia la puerta por donde salen los guardias. Alguien lo llama. El asunto ha terminado. Él voltea, sabe que la cárcel retornará más feroz. Sin embargo, lo protege la penumbra de la última parte del pasillo. No lo quieren detener, lo ayudan, le lanzan el llavero para que pueda abrir la puerta. El personaje de hombros encogidos se encoge más, luego va por las llaves que han caído unas gradas arriba, las levanta, se dirige a la puerta y abre. Afuera, con el deslumbramiento de la luz plena, tiene otro problema, un carro militar se dirige hacia él; no, es sólo que pasa junto a él. Es una puerta más que traspone, después vendrá la frontera y la entrada a su país. Por lo pronto, el hombre salta de gozo.

Y mientras permanecía y miraba la puerta,
y en pie me demoraba ante la casa,
todo mi ser se abrió a la placentera
y sensual emoción entregándose.[8]


Las puertas de mi cuerpo y las puertas de mi alma: el brinco de etapa en etapa de la carne (el trauma en cuarentena, el deseo que llegó para quedarse y buscar satisfacerse plenamente), puertas que se abren y se cierran. Las puertas de la casa, espacio que cobija y que expulsa. Las puertas físicas y psíquicas del amor, un recuerdo y una caricia a la desesperanza. Las puertas de la ciudad querida, renegando de ella dentro, añorándola desde fuera. Las puertas de la historia: el caber o no caber con el suceder de héroes y dinastías. La siempre puerta sólo para encontrar otra puerta siempre.



[1] C. P. Cavafis, Poesía Completa, 4ª edición, Alianza Editorial, col. Alianza Tres, núm. 93, Madrid, 1997, p. 264.
[2] Edmundo Valadés (Compilación), Los mejores cuentos del siglo XX, PROMEXA, col. Las grandes obras del siglo veinte, México, 1979. pp. 455-463.
[3] “—Porque entonces nos mandarán comida de la casa blanca”: Idem, p. 463.
[4] Franz Kafka, América, Alianza Editorial/ Emecé, Libro de bolsillo, núm. 344, Madrid, 1971, p. 75.
[5] Luther Blisset, Q, Mondadori, Literatura, núm. 142, Barcelona, 2000, p. 249.
[6] Jean Delumeau, en su libro El miedo en Occidente, Taurus, col. pensamiento, Madrid, 2002, pp. 9-10, nos habla de una puerta especial para después de la hora. Conviene, pese a lo largo de la cita, reproducir el texto intercalado con observaciones de Michel Montaigne: “Durante el siglo XVI no se entra en Augsburgo fácilmente de noche. Montaigne, que visitó la ciudad en 1580, queda maravillado ante la ‘falsa puerta’ que, gracias a dos guardianes, filtra a los viajeros que llegaban tras la puesta del sol. Éstos chocan primero con una poterna de hierro que el primer guardián, cuyo cuarto está situado a más de cien pasos de allí, abre desde su alojamiento gracias a una cadena de hierro que, ‘por un fuerte y largo camino y muchas vueltas’ retira una pieza también de hierro. Una vez pasado este obstáculo, la puerta se cierra de repente. El visitante franquea luego un puente cubierto situado sobre el foso de la villa, y llega a una pequeña plaza donde declara su identidad e indica la dirección en que ha de alojarse en Augsburgo. Con un toque de campanilla, el guardián avisa entonces a un compañero, que acciona un resorte situado en una galería próxima a su cuarto. Este resorte abre primero una barrera —siempre de hierro—, luego, mediante una gran rueda, dirige el puente levadizo “sin que de todos esos movimientos se pueda percibir nada: porque se guían por los pesos del muro y de las puertas, y de pronto todo vuelve a cerrarse con gran estruendo”. Al otro lado del puente levadizo se abre una gran puerta, ‘muy espesa, que es de madera y está reforzada con diversas y grandes hojas de hierro’. El extranjero accede por ella a una sala donde se encuentra encerrado, sólo y sin luz. Pero otra puerta semejante a la anterior le permite pasar a una segunda sala en la que, esta vez, ‘hay luz’ y en la que descubre un recipiente de bronce que cuelga de una cadena. Deposita en él el dinero de su pasaje. El (segundo) portero tira de la cadena, recoge el recipiente, comprueba la suma depositada por el visitante. Si no está conforme con la tarifa fijada, le dejará ‘templarse hasta el día siguiente’. Pero si queda satisfecho, ‘le abre de la misma forma una gran puerta semejante a las otras, que se cierra bruscamente cuando ha pasado, y ya le tenemos en la ciudad’. Detalle importante que completa este dispositivo a la vez pesado e ingenioso: bajo las salas y las puertas se halla preparada ‘una gran bodega capaz de alojar a quinientos hombres de armas con sus caballos para enfrentarse a cualquier eventualidad’. Llegado el caso se les manda a la guerra ‘sin el sello del común de la villa’”.
Precauciones singularmente reveladoras de un clima de inseguridad: cuatro gruesas puertas sucesivas, un puente sobre un foso, un puente levadizo y una barrera no parecen suficientes para proteger, contra cualquier sorpresa, a una villa de 60,000 habitantes que es, en esa época, la más poblada y rica de Alemania.
[7] “Más allá de seis ríos y tres cadenas de montañas surge Zora, ciudad que quien la ha visto una vez no puede olvidarla más. Pero no porque deje como otras ciudades memorables una imagen fuera de lo común en los recuerdos. Zora tiene la propiedad de permanecer en la memoria punto por punto, en la sucesión de las calles, y de las casas a lo largo de las calles, y de las puertas y de las ventanas en las casas, aunque sin mostrar en ellas hermosuras o rarezas particulares. Su secreto es la forma en que la vista corre por figuras que se suceden como en una partitura musical donde no se puede cambiar ninguna nota”, Italo Calvino, Las ciudades invisibles, 2ª reimpresión, 1995, Minotauro, p. 26.
[8] Constantino Cavafis, Poesías completas, 19ª edición, 1ª reimpresión, 1997, Hiperión, col. Poesía, Madrid, p. 103,

Hey negro, ¿dónde estás?

Infausta labor, digna de zopilote o de buitre, hacerse presente en los decesos. Qué se les va a hacer. Se nos ha ido Aimé Césaire, el autor del grandioso poema "Cuadernos del retorno al país natal", editado en nuestro país, hace muchos años, por editorial Era. Las voces de la negritud. ¿Por qué no se reedito tan magna obra? Pasó de moda el tema, aunque no el autor, pues propiamente no estuvo de moda. Fue. Como Senghor, como Guillén. Rompieron las barreras de la raza y del racismo, abolieron los adjetivos en torno a la poesia. Césaire, desde Martinica supo amplificar y plastificar en nuevas rutas al francés y hacer legible la tragedia del hombre, su búsqueda de identidad y de raíces. En su voz se reconcilia el drama del negro, es cierto, pero sobre todo el drama del hombre: el periplo donde lleva su entorno y el regreso donde encuentra otra cosa y se extraña a sí mismo, no sólo por el cambio del terruño, también por el cambio de sí mismo. ¿Dónde estás, negro? Aquí entre nosotros, aunque seguramente habrá que releerte. ¿Dónde estás, Amé, Cesaire, en la lucha de los discursos?

lunes, 18 de febrero de 2008

Tragos gratis para todos en La casa de citas

Me entero por la prensa que Alain Robbe-Grillet ha muerto. Y pienso que las dos últimas veces que he decidido insertar texto en el blog es por motivos fúnebres. Curiosamente son escritores que tienen nexos: Jalieta Campos y Alain Robbe-Grillet.
En épocas en que Sartre era un demiurgo y un sacerdote que dictaba las características del campo literario francés, con el desgarramiento y la condición del hombre por delante, Robbe-Grillet aludió al poder del discurso y a la negación de la forma. Así se escurría del melodrama francés que endiosa a la inteligencia y nubla el entendimiento, en notable paradoja.
Seguramente pesó el hecho de que frente al drama sartreano se elevara el no transcurrir de los nouveau romanciers, pero sin duda alguna la lucha era de miras mucho más elevadas y profundas de lo que siempre se banalizó. Ahora tanto Sartre como Robbe-Grillet reposarán en condiciones similares, con el silencio por delante y con la obra que les es ajena. Tal vez ahora se leerían con gusto.
Más que dolor, podría uno imaginar una ronda de tragos gratis en La casa de citas. Salud.