Me
gustaría pensar en los hijos del profesor Hitoshi Igarashi, el traductor
japonés de los Versos
satánicos, que fue asesinado. Me gustaría
pensar en el traductor italiano, el doctor Ettore Capriolo, que fue apuñalado y
afortunadamente se recuperó. Y en el distinguido editor noruego, William
Nygaard, que recibió varios balazos en la espalda y por suerte se restableció
plenamente. No olvidemos que esto ha sido un suceso espantoso y me gustaría
expresar también lo mucho que lo siento por todos aquellos que murieron en
manifestaciones, especialmente en el subcontinente indio. Como se ha visto, en
muchos casos no sabían contra quién o por qué se manifestaban, y eso fue un
derroche terrible y espeluznante, y lamento eso tanto como todo lo demás que ha
ocurrido.
Salman Rushdie
El fin del segundo milenio y del vigésimo siglo y el inicio de la
centuria XXI y del milenio tercero trajeron consigo un despertar siniestro y
angustioso: las guerras étnicas, cuando la lección de los nazis (por hablar
sólo de la cima de la barbarie) parecía irrepetible y aprendida. También
trajeron la persecución de escritores: el primero, una década antes de concluir
el periodo; el otro, al iniciar el segundo lustro de los nuevos tiempos. En
1989 el ayatola Jomeini anunció la fetua contra Salman Rushdie por haber
ofendido a Mahoma, al Corán y a los
musulmanes en su novela Los versos
satánicos. En 2006 Roberto Saviano publicó Gomorra y se ganó la sentencia de muerte de la mafia napolitana.
Sin
duda una peculiaridad del fenómeno fue el manejo de los medios. Ambos
escritores se movieron en la cresta de una campaña donde los recursos
financieros y la mercantilización estuvieron muy presentes. Eso sin duda
permitió, en parte, que salvaran sus vidas, pero se convirtieron en un peso
para los presupuestos públicos de las naciones involucradas que también estuvo
presente a la hora de las discusiones. Pero el aspecto de fondo es el asedio a
la literatura y a sus productores por parte de la religión y de la mafia. En el
caso de Rushdie el asunto pareció estar presente en el momento en que la Guerra
Fría daba su lugar a un mundo unipolarizado, pero en donde ciertos
protagonistas levantaban la mano y obstaculizaban el imperio de un solo lado.
Por supuesto, el Muro de Berlín cayó entonces y vino la carambola de los países
socialistas.
En 2012, Rushdie ha publicado Joseph Anton. Memorias (México,
Mondadori, 686 pp). Narra los acontecimientos biográficos entre 1989 y 2002.
Como es ya costumbre, mi intención aquí es recomendar la lectura de este libro
incontrovertiblemente polémico. Aquí hay elementos para discutir desde muy
diversas perspectivas, pero mi idea es incidir en la importancia de estas casi
700 páginas.
Joseph
Anton. Memorias es el testimonio de un hombre indio de
nacimiento y de posterior nacionalidad inglesa, lengua, ésta, en que escribe
sus libros. Rushdie, nacido en 1947, año de la independencia de la India,
publicó en 1980 la extraordinaria novela Hijos
de la medianoche. Con ella, puso un interesante problema para la
literatura: ¿se trataba de un autor de hechura inglesa que había escrito una
gran novela sobre la India?, ¿o era un novelista indio que escribía en inglés?,
¿o estábamos simple y sencillamente frente a una más de las independencias de
la literatura de origen colonial? La respuesta no es sencilla, pero parece
indudable que Rushdie había hecho en poco tiempo (33 años) una novela que
recomponía el mapa de la literatura en lengua inglesa y que entraba plenamente
a la literatura sin adjetivos. En la biografía habla de sus compañeros de
generación, el llamado “dream tream” literario inglés: Amis, Ishiguro, Mc Ewan,
Swift, Barnes. El libro fue saludado con entusiasmo y se vendió a nivel
mundial.
En 1988 publicó Los versos satánicos y el humor que tanto se había celebrado en su
obra anterior (Vergüenza de 1983 está
considerada como una segunda parte Hijos
de la medianoche, pero no ha tenido los lectores de ésta), en este caso con algunos personajes de la religión musulmana
fue tomado por los sectores fundamentalistas como irreverencia, herejía.
El 14 de febrero, día de San Valentín, el
ayatola Jomeini dictó la fetua y vinieron en cascada las manifestaciones de los
fieles y Rushdie tuvo que vivir bajo vigilancia policiaca durante casi una
década. Después de esto la amenaza ha seguido, pues si bien Irán retiró el
dictado, declaró que quien podría realmente cancelarlo ya había muerto. Rushdie
encontró en Estados Unidos el proceso de normalización de su vida y pudo
capitalizar lo que había ganado en fama y en respeto literarios.
Quinientos
elementos de la “línea dura” se habían comprometido a vender un riñón cada uno
para recaudar el dinero con que matarlo.
El caso Rushdie escapó a la literatura y
se convirtió en expediente en las negociaciones entre Inglaterra e Irán e
inclusive en las norteamericanas. El mundo intelectual no estuvo entero con el
escritor. Hubo desde los musulmanes que coincidieron con la fetua, los que
priorizaron la libertad de expresión, pero eran partidarios de una muestra de
autocrítica o de pleno arrepentimiento, hasta las discusiones propias del
gremio. Esto se determinó en parte por lo que se consideró era un conflicto que
no podía costar tanto ni involucrar el destino nacional. Entre los solidarios menciono
a Harold Pinter, entre los cuestionadores a John le Carré. Encontramos también
la presencia solidaria de los novelistas latinoamericanos y norteamericanos.
Además de esa vida pública, Rushdie nos
cuenta en Joseph Anton (su nombre de gestión, en honor de Chejov y Conrad) su vida personal, sus matrimonios con Clarissa,
Marianne, Elizabeth y Padma, desde la vida sesentaiochera, pasando por la
competencia con otra escritora y su vida con una mujer solidaria, hasta el
impacto de la vida del jet set, ya no de escritores, sino del mundo del cine y
de la farándula. También narra sus desajustes cromosomáticos que no le
impidieron tener a sus hijos Zafar y Milan, distantes casi en dos décadas.
Rushdie habla del proceso creativo de sus
novelas El último suspiro del Moro, El
suelo bajo sus pies y Furia. Sólo
mencionaré que Furia se iba a
presentar en Nueva York el 11 de septiembre de 2001. No fue posible por el
ataque a las torres. La portada del libro parecía retratar la tragedia.
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