jueves, 17 de julio de 2014

Cinta amarilla, lechita y buqué de huitlacoche





—Oye, Atoto, ¿quiénes son los de “arribota”?
—Ni te imaginas, más te vale no saber. No te compliques la vida.
Miguel Ángel Chávez Díaz de León


Pablo Faraón es un policía de Ciudad Juárez. Su labor se ha reducido a colocar la cinta amarilla que colocan las autoridades para aislar un lugar de hechos delictuosos. Apropiarse de la escena del crimen. Pablo ha hecho crecer tan modesta labor, en parte porque la ciudad fronteriza hierve de violencia y muertes, en parte porque ahora cuenta con un equipo de tres colaboradores, incluida una linda mujer, viuda de un policía, quien no sólo pierde a su esposo sino que padece la desaparición de su hijita. El Comandante Amarillo también se convierte en el adelantado cuando existe un hecho de sangre, puede maniobrar en los macabros escenarios, de allí que capitalizará su área de castigo como territorio donde se genera su crecimiento y su heroicidad.
Creo que el mayor mérito de esta obra de Miguel Ángel Chávez de León (Ciudad Juárez, 1962) es construir desde la cimentación misma. La sociedad está agredida porque las autoridades están infiltradas en el mundo de violencia que se vive. El crimen y su ataque generan una industria y numerosas necesidades que implican dinero por parte del contribuyente; pero también están los aceitados meandros por donde corre la paga, el estímulo económico, la cooptación. Pablo Faraón recibe mensualmente una cantidad que no sabe a ciencia cierta  quién le manda. También sabe que de no recibirla podrá ser excluido el honorable Cuerpo que lo alberga o ser eliminado por sus altos principios éticos.
Podrá saber que en la lucha entre la gente del Chavo Gaitán y la de La Regla, los dos cárteles que quieren dominar Ciudad Juárez, hay la necesidad de muchos sacrificios, de muchos mensajes cifrados, de muestras de violencia y poderío y que también se necesita de hábiles negociadores que regresen la lucha a estándares aceptables. Conocerá, a la manera de los personajes de Dickens, que hay quién se preocupa por él, quién le engrasa el bolsillo y quién lo considera el elemento justo para la tregua y las nuevas reglas dentro del territorio del antiguo Paso del Norte. Sólo que el rostro del responsable es inatrapable.
Éste ir desde abajo, este seguir a los personajes para que se vean más grandes, para que poco a poco nos vayan llevando a la realidad, rebasarla y poder verla en sus entrañas desde adentro, tiene dos marcadores que por momentos nos parecen risueños y ridículos y conforme avanza la lectura nos damos cuenta de que son meros cooptadores del lector, elementos que le permiten al autor meter a la presa en la trampa textual: el medio galón de leche, que aparece en los diversos crímenes, y el huitlacoche. Son, además, característica fundamental en el violento (Atoto) y en el policía (Pablo). Toda la violencia del primero reposa en el consumo de lechita,  toda la vida del policía venido a menos pero en proceso de recuperación pasa por el huitlacoche. Así, el autor utiliza esquemas narrativos propios del género e incluso del best seller (mucho dinero, bala, bellas mujeres, vida regalada, fama), pero los pone al revés y eso empapa la novela de un tierno antiheroicismo, o una épica por equivocación o porque no queda otra salida.  
El momento culminante de lo anterior es cuando descubre que la hermosa mujer con quien trabaja, Ruth, la viuda pundonorosa, en zozobra permanente por la ausencia de su hijta pero en aumentativa actividad de admiración y cercanía, por eso mismo energía volcánica, tiene una esencia sexual de huitlacoche:

Besé su barriguita y sus caderas, hasta que llegué al meollo del asunto y mi boca y mi lengua exploraron sus intimidades. Al instante advertí un buqué que me era conocido: su sexo me impregnó de un sabor muy similar al del huitlacoche.

Como en el caso de los apodos, que de molestos y degradantes llegan a transformarse en característica valerosa adquirida, en diferencia positiva, aquí los personajes adquieren densidad desde el revés: el Comandante Amarillo se convierte en un poseedor de información privilegiada y el adjetivo se torna envidiable. Una dama ordinaria, eso sí muy bienformada, víctima de la violencia, después de la muerte de su marido, se refugia en la corporación, allí se cree protegida y la envían a donde sea menos acosada y menos propicia para los sicarios. Termina en medio de las balaceras y su duelo se purga en el encuentro con Faraón, quien lleva a mejor destino el simple apellido. Faraón será el designado para intentar la tregua entre los cárteles.
Chávez Díaz de León nos muestra una sociedad agredida por la violencia, en donde los hombres que deben defender a la gente común tienen la obligación de mancharse de esa corrosión como forma de sobrevivencia. Habrá momentos en que el delicado equilibrio se rompa y entonces las muertes aumentan y las señales de violencia informan sobre el estado de las disputas. El policía no es más ese defensor inocente de la sociedad y si acaso lo es, pronto sabrá que no podrá serlo ni disimularlo.
De allí que la vida deba desenvolverse sobre la huella de los muertos y los mejores actos del hombre si acaso desafíen el imperio de la agresividad. En ese entorno aprenderán a ser amorosos, cotidianos, buenos gourmets, pero la cita con la muerte podrá estar a la vuelta de la esquina.
Novela de humor negro, no podrá ser otro el color, por momentos desopilante, Policía de Ciudad Juárez (México, Océano, 2012, 156 pp.) no se suma a la mera lista sobre la violencia en México. Ni la loa ni la sataniza, simplemente la muestra y la pone al alcance del lector. Claro que con humor duele más.



No hay comentarios: