domingo, 20 de julio de 2014

La vida difícil de escritores no fáciles



En 1965 todo se complica: Ace Books, de Estados Unidos, decidió lanzar una publicación masiva en tapa blanda de los tres volúmenes de El señor de los anillos, y aquí empieza lo grotesco, sin, insisto, SIN pagar derechos de autor a J. R. R. Tolkien (…) amparándose en el hecho de que el presidente Eisenhower (…) no había estampado su firma en la ratificación del Convenio de Berna.
Santiago Posteguillo


Entre los enfoques recientes que tratan la literatura, sin duda alguna el de Pierre Bourdieu ocupa un lugar especial, porque atiende a prácticamente todas las dimensiones del fenómeno, incluyendo a los actores. Y en este caso actores no son sólo los escritores, poetas, novelistas, ensayistas. Incluye a factores fundamentales de la producción, distribución y consumo dentro del campo. De allí que aparezcan traductores, editores, correctores, agentes, editoriales, distribuidores, vendedores, quioscos, librerías, tiendas de autoservicio, bibliotecas, escuelas, premios, suplementos, críticos. Y claro, autores y obras.
Está también la relación de la literatura con otras áreas. Pensemos en territorios de bonanza. Durante muchos años se vio que la literatura brindaba material para otras disciplinas, industrias y arte. Freud, el cine y el teatro saben de esto. Ahora también tenemos que reconocer que el cine hace populares y ricos a los autores. Rowling es un ejemplo, el nacimiento puro de una autora; Tolkien es el caso de un autor que pasa del culto al consumo masivo. E incluso el poder y la raza son esenciales en el fenómenos de las memorias de Obama, las cuales no son sin duda un producto literario, pero sí un fenómeno editorial importante.
La noche en que Frankenstein leyó el Quijote. La vida secreta de los libros, (Barcelona, 2012, Planeta, 230 pp), generoso obsequio de la viandante de la madre patria, lingüista y pata de perro, Diana Villagrana Ávila, rescata (construyéndolas) diversas historias en torno a autores, obras y condiciones de la época. Va desde el origen de la clasificación alfabética hasta el libro electrónico. Producto de un autor que sabe de las bondades de la industria editorial y del acceso al gran público, estas historias nos permiten acercarnos al misterio de la literatura y de sus protagonistas. El título es indicativo de la unión entre Cervantes, nuestro máximo escritor y Frankenstein, lo mismo producto del romanticismo en su fase propositiva que del escepticismo que se genera después del fracaso de las revoluciones y del cambio de los movimientos libertarios en sistemas.
Posteguillo nos acompaña a los trabajos de Zenodoto para acomodar los libros de acuerdo aun orden alfabético y a la fundación de la ciudad de Dublín, paraíso e infierno de notables escritores y seno de la lucha antiimperial. Vagabundea por la suerte del Lazarillo de Tormes y asedia a Shakespeare en torno a su nebulosa autoría, que de ninguna manera regatea la grandeza de la obra. Va a la cárcel y a la pobreza de Cervantes y a la ruina del más famoso escritor de novela histórica (pie del que cojea Posteguillo, autor exitoso), Walter Scott y del negro literario de Dumas, Auguste Maquet.
Si Cervantes no conoció la gloria literaria en vida, José Zorrilla hubo de naufragar varios años en el limbo de la Academia, hasta que hizo a un lado su resentimiento y se permitió hablar en verso. En la cocina del romanticismo se alían el Quijote y Frankenstein:

En la “Historia del cautivo” del Quijote, un cristiano secuestrado en un país musulmán es rescatado por una musulmana que está dispuesta a abrazar la fe cristiana desposándose con el cautivo cristiano al que va a ayudar a escapar; mientras que en la novela de Mary Shelley la monstruosa criatura creada por el doctor Frankenstein conocerá a Safie. Las conexiones entre ambos relatos son evidentes.

La ceguera de los profesionales de la industria editorial se cuenta en las peripecias de Orgullo y prejuicio de Jane Austen, mientras que Dostoievsi en 26 días limpia su vida de deudas y aporta un nuevo libro, El jugador, para la construcción del siglo de oro literario ruso. Rosalía de Castro es llevada de la mano de la oscuridad de origen a su coronación como escritora. Y Charles Dickens aprovecha su voz y sus dotes de locución para promover sus obras en los Estados Unidos.
Ni Pérez Galdós ni Àngel Guimrà ganaron el Nobel, en otros tiempos acaso se estorbaron, con el tiempo confluyeron en una esquina que forman calles con su nombre. Y está el asesinato de Sherlock Holmes a manos de su autor Arthur Conan Doyle y la reacción popular para que le volviera a insuflar vida y así fue.
En tiempos de guerra, podemos ir a la trinchera donde un tal Raymond Chandler espera el tiempo histórico en que se despedirá de una muñeca. En la otra guerra, los nazis buscan los manuscritos de Kafka. Y se los llevan. Aún hay la esperanza de que por allí se encuentren, de que la cultura le haya ganado una pequeña gran batalla a la barbarie.
Las últimas historias son las del robo de derechos a Tolkien y cómo ingeniosamente logró recuperarlos. El vuelo de Saint-Exupéry y de Solzhenitsyn.
Y la salida es la (im)posible novela póstuma de Julio Verne que aún ahora sería incómoda y despreciada en su lectura por su capacidad de predicción. Y por si alguien piensa que los escritores son finos, asista a la lista de los que han hecho de la sangre, elementos de iniciación en el acceso a la escritura.


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