domingo, 20 de julio de 2014

El refajo de la señorita: acuérdate, cuerpo





Insomne, no me recupero de los estertores que me motivas y, casi agonizando, descubro que la longitud de tus piernas descansa sobre el oasis de las sábanas con un sobresalto semejante a mi agonía. No hay derrota ni abdicación, simplemente calma, cala y reposo efímero para trenzarnos nuevamente en esa contienda inacabada que pernocta por momentos en el túnel incandescentemente blanco de mis explosiones…
Juan Manuel Bonilla



El refajo de la señorita (México, 2013. Sísifo, 85 pp) de Juan Manuel Bonilla, libro de 13 relatos con un “Endenantes” de Fernando Hernández Almaraz e ilustraciones (Grabados) de Eko me ha provocado un mismo punto de partida, que tiene que ver con el aprendizaje de los sentidos que, gracias a la clandestinidad, escapa de la educación y de la moral que nos persigue después de que hacemos nuestra Primera Comunión, es decir, una vez que hemos adquirido el “Uso de Razón”.
Yo no vagaba por el Cerro de Proaño, pero sí lo hacía por los Ríos del Muerto y de los Gómez. En éste, ya casi para incorporarme a las filas preproductivas de la ciudad del Zapato, se acumulaban grandes cantidades de espuma, blancas en su cúspide, amarillentas en su parte media y de color grisáceo en su base. Ocultaban un caldo acuoso que, el Paraíso sea de los inocentes, nunca se nos ocurrió nadar. Rodeábamos esas nubes terrestres, aventábamos piedras y el líquido se resistía a dejarlas entrar y producir los patitos con que competíamos. Eran los residuos de las tenerías, ácidos que circulaban por el lecho del río una vez que habían producido las más variadas pieles.
Pero esto es el logro de una sensibilidad a contra corriente, tomar el instante en que el placer se da, gratis, fulgurante, antes de que el mundo de la cultura nos enfríe y nos castigue. El mundo de los mezquites y de las tunas, más al sur de Zacatecas la tintura y el sabor de las pitahayas. Así que a contracorriente se vive la vida, desplegando los sentidos, más en lo acústico y en lo polvoso, dice el autor, pero cada experiencia se ilumina y se filtra con esos sentidos re-sentidos y el mundo del cuerpo revive, vibra, se estira, se repliega, sin importar aquello de que todo acto puede ser pecado de palabra, obra y omisión.
Si hablamos de esa sensibilidad que es defensa y a veces presunción o canto, tenemos que indicar que las voces de los narradores cumplen esa función. De ese texto inicial “Tres cuartos de perfil” en que se tira una línea para que el lector repose sus señales de interpretación se llega otros donde más parece una estampa o un poema, textos en que la ambigüedad le gana a la referencia (“El jinete y la Sibila” y “Equilibrio”), pero no a la experiencia de los sentidos que inician un diálogo que a veces llega a lo glandular.
Hay cuentos donde se llega tarde, como “El impuntual”, no sólo a las labores cotidianas, sino a ese cuerpo que es percibido por el aroma, por las zapatillas, por las piernas y por el hombre que se la lleva antes que se nos revele plenamente, otra forma de ser sugerente y propiciar el viaje del lector.
Los hay de campanas castigadas, de no vírgenes que no tuvieron la  fortuna del mito y de cuerpos de hombre con posición y disposición de mujer, enfriados no por el sistema sino por una neumonía producto del azar y de la fatalidad.
Creo que en “Chuy Mollá” y en “Ojos negros, piel canela” se da el otro nudo de significaciones del libro, lo que le da mayor densidad. En “Tres cuartos de perfil” el narrador, del semidesierto, habla del polvo y de lo acústico más que de lo acuático. “Chuy Mollá” es un texto acuático, no sólo por el hálito y el cuerpo que se tornan líquidos, sino porque la madre del mentor le lava el pene:

Descubrió que la humedad pegajosa que él ponía entre sus manos no era la abdicación ni la derrota, sino el cetro orgulloso que aún después de la contienda pronunciaba su satisfacción con latidos como diástoles de un corazón con taquicardia. Mientras recibía en el cuerpo del pecado la absolución jordánica de aquellas aguas, él guardó silencio.

La tarea es larga, larga como la agonía, mas la experiencia es cercenada por el remordimiento; pero el remordimiento fija el recuerdo, lo repite, lo torna una agonía repetible.
En “Ojos negros, piel canela” la música acompaña el asedio de un cuerpo sobre otro. Aquí no hay tardanza ni culpa, sólo el abrumador conjuro de las fuerzas para probar una vez más que este cuerpo no raja, recuerda, se proyecta y vive la diferencia.
“El refajo de la señorita” es un poco la historia vivida del primer relato, el niño que ve las prendas, el cuerpo que sabe que eso que está allí cobija partes que le prenden, que le iluminan de fósforo algunas partes y lo demás vendrá o ya ha venido en otras páginas del libro.
Hay en ese “semidesierto” algo que permite hablar de una literatura diferente y que permite conjuntar a escritores del norte, una sensibilidad y un lenguaje que extrañan temas, espacios y temporalidad. Eso produce un tono raro, extraño, original, que yo emparento siempre con una literatura suspendida: la de Haroldo Conti. Las encuentro en algunos pasajes y perspectivas de Bonilla. Esto es sobresaliente porque veo una mezcla de generaciones en Fresnillo que hoy producen una literatura muy valiosa: agrego a los mencionados, los nombres de Juan José Macías, Gonzalo Lizardo, Arturo Burciaga, Juan Antonio Caldera, Andrea Esparza, Claudia Isela Rodarte.
De modo que estos cuentos merecen la pena de ser leídos y, una vez que hagan efecto, que cada quien se apacigüe como Dios le dé a entender.  

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