domingo, 20 de julio de 2014

Sus documentos, demuestre que es un ciudadano, que está vivo




—Basta con que me demuestre que ha nacido en los Estados Unidos…
—No puedo probar nada en absoluto, ya que mi nacimiento no fue registrado.
—Bueno, pero eso no es culpa mía.
—Parece que usted duda incluso de que yo haya nacido, señor.
—Exactamente, amigo; aunque pueda parecerle una tontería. Dudaré de su nacimiento hasta que no me presente un certificado de nacimiento. El hecho de que usted se encuentre sentado frente a mí, no prueba su nacimiento.
B. Traven


El barco de la muerte (Barcelona, 1993. Montesinos, 429 pp.) narra las aventuras de Gerard Gales, un marinero norteamericano que parte de Nueva Orleans en el buque Tuscaloosa y llega a Amberes; luego de una noche tormentosa con una chica, pierde su nave, sus documentos de identidad y sus pertenencias; vagabundeará por tierra, en vista de que no puede demostrar su ciudadanía. Expulsado de Bélgica, rechazado en Holanda, cruzará por Francia, con su correspondiente episodio en París, y tendrá una estancia agradabilísima en España, en donde por fin se embarcará en el Yorikke, más por la superstición de que no puede negarse a ejercer su oficio de marinero so pena de mal presagio. De allí que caiga en la trampa que se le tiende. El tal barco no sólo da la imagen de la muerte, sino que al interior hay un misterioso reducto al que no tienen acceso los marineros, núcleo donde caen los expulsados de ese infierno cotidiano. Aún hay algo peor que el profundo noveno círculo, pues todos saben que allí está la estancia última en caso de que defeccionen o les gane la curiosidad. Se decía que 

Se trataba de los restos de una tripulación anterior que había sido devorada por las ratas. Éstas, grandes como gatos, se dejaban ver muy a menudo cuando salían de su escondite a través de un agujero que nunca llegamos a descubrir. Las ratas corrían por los camarotes en busca de comida o de algún zapato viejo y desaparecían tan rápida y misteriosamente como habían aparecido. Aquellas enormes bestias salvajes nos causaban un gran pavor, pero nunca pudimos atrapar a ninguna de ellas. Eran demasiado listas y rápidas para nosotros.

Finalmente en el Yorikke hace un amigo, Stanislav, quien también ha sufrido la peste de la burocracia, pues nació en un territorio que fue alemán y después de la guerra fue polaco. Los dos Estados, a través de sus ágiles plantígrados, le niegan la nacionalidad. Lo mantienen en el exilio obligatorio, condenado a poblar alguno de los barcos de la muerte donde se arraciman los proscritos del mundo.
Ni Gales ni Stanislav sufren la peor suerte de Paul y Kurt, ambos, muertos con piel y músculos chamuscados después de una explosión de calderas. Idean escapar, volver a circular por el mundo, desafiar al orden y a la estupidez de los nacionalismos burocratizados, no sin antes salvar su paga, que son tan reacios a entregar las autoridades del Yorikke. No les alcanza la suerte, en un paseo por un puerto son atrapados y recluidos en el Empress of Madagascar, una belleza de barco destinado a estallar, pues es mucho más rentable el cobrar el seguro que invertir en una nave que está condenada a ser restañada siempre sin posibilidad de salud permanente.
Como ciertos personajes medievales este marinero no tiene nombre, y cuando lo adquiere bien lo inventa, y lo remite a Alejandría, o bien lo deja en una especie de interjección, Pippip, recordándome a alguno de Dickens. Nunca recuperará con el nombre la fama y la gloria. Sólo la muerte conduce y retira del mundo a estos personajes, condenados a la marginación y el olvido. Sin embargo, Traven los trae al lector y con dureza condena al mundo de la productividad, de la vigilancia ideológica y de la decadencia de los intereses nacionalistas. El humor en Traven llega a ser vitriólico cuando los personajes topan con la cortina de la decencia burocrática que les niega el derecho a la vida.
B. Traven no es el escritor mejor leído en México. Gozó de singular fama entre un amplio público, aunque creo que también padeció de la desconfianza de los círculos de vanguardia. Más cuando se llegó a creer que era Esperanza López Mateos, hermana del presidente de México.
El barco de la muerte se publica en alemán en 1926 y en inglés en 1934, al parecer con ligeras variaciones que complican la definitividad de la versión. Ignoro cuál es la de Montesinos y si tiene diferencias con respecto a la edición mexicana que fue de Compañía General de Ediciones y a la muy reciente de Acantilado.
Esta novela se publica el mismo año que El castillo y un año después de La paga de los soldados, Manhattan Transfer y El proceso. La novela se ubica así lejos de los experimentos de la generación perdida, pero funciona mucho más como puente entre el castigo de Kafka y el cuarto 101 de Orwell.
Al mismo tiempo, habrá que pensar si se ha leído a Traven dentro de la tradición latinoamericana anterior a la llamada novela cosmopolita, es decir con tintes regionalistas y estructuras cercanas al naturalismo. En el caso de El barco de la muerte esta lectura es injusta y equívoca y basta su ambigüedad de origen (¿es alemán?, ¿es norteamericano?) para pensarla y explicarla con relación a la novelística que se escribió esos años y en esos países.
Aquí se respira un profundo aire anarquista, una denuncia de la sinsalida a que llevaron los nacionalismos decimonónicos y que se pusieron en evidencia en la primera gran guerra. Pero sobre todo plantea un escepticismo frente a la lógica de la Razón y a la carnicería ideológica. Los años que vinieron le dieron la razón a Traven en Europa, entre los países socialistas, en las dos Américas y en el mundo.   


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