sábado, 8 de diciembre de 2012

¿Lloras, mamá? ¿Dónde te encuentras?


]Efemérides y saldos[


¿Lloras, mamá? ¿Dónde te encuentras?
Alejandro García

A Cristina Ortega, en su laberíntico viaje, in memoriam

Amé a mi madre como lo hace un niño feliz, sin pensarlo, sin duda. Cuando me hice adulto y nos conocimos como adultos, nos tuvimos un gran respeto; podíamos decir “te quiero” cuando parecía necesario para aclarar las situaciones, pero sin detenernos en ello. Ahora eso me parece perfecto, igual que me lo parecía entonces.
Richard Ford


 La relación madre-hijo es vertical. La de hermanos, pareja, amigos, es horizontal. Vista desde el mundo de la obligación, se rige por la obediencia: ser buen padre, ser buen hijo. Vista desde el mundo de la libertad sólo se ampara y se revitaliza por el amor. Pero su condición común es la soledad. Así lo señala Richard Ford en su libro Mi madre (Barcelona, 2010, Anagrama, 79 pp): “La verdad es que, después de aquello, Tolo lo que pudiéramos haber hecho el uno por el otro, fuera lo que fuese, pasaba inadvertido y desaparecía. Y aun juntos, estábamos solos”.
En las relaciones verticales que se presentan como de dominación, el destino puede trastrocar las posiciones y en general se resuelven dentro de elementos contiguos. En cambio, cuando la relación madre-hijo se rompe, se quiebra también el orden de las cosas, el orden de la conciencia y del cuerpo. Así, la aparente supeditación de los padres a los hijos en sus etapas finales no es sino la negación de la condición humana y el aparente triunfo del orden social (reificación de la competencia), de la mezquindad sistematizada y del fracaso de la felicidad, porque mi bienestar me torna infeliz y su indefensión también.
Richard Ford nos cuenta la vida Edna Akin, su madre, y divide el relato en aproximadamente 5 etapas: el insondable misterio del pasado de la mujer que culmina con la conciencia del niño, la relación con la madre hasta la muerte del padre, la vida con ella en la viudez, su salida del seno materno y los últimos años, de enfermedad. Dichas etapas están imbricadas.
Las historias de familia están plagadas de misterios, de pequeñas y grandes mentiras. A Edna, su madre la hacía pasar por hermana una vez que había abandonado a su esposo y se había relacionado con un boxeador y trabajador del tren.
Ella había de casarse en 1928 con Parker y vivir hasta 1944, fecha del nacimiento de Richard, viajando con el marido, esperándolo en hoteles, bebiendo y disfrutando del vivir sin un espacio propio. Entre 1944 y 1960, Parker los lleva a vivir a Jackson, Mississippi y los visita el fin de semana. La muerte del padre romperá este tipo de vida y los enfrentará hasta que el hijo va a estudiar a Chicago.
La partida lo alejará de una vida pueblerina en donde no están ausentes los líos con la justicia o el experimento sexual que termina en embarazo y aborto. La salida lo enfrentará  a un mundo diferente, el de la vida universitaria y la escritura, que habrá de signarlo de manera preferente. Si bien dará clases, siempre preferirá la ficción y tomará gran distancia contra las recetas teóricas y críticas de la academia norteamericana. La partida también lo alejará de la madre en la distancia y en la frecuencia cultural, en la comunidad de evidencias que ambos vivirán.
En 1973 Edna comienza su batalla con el cáncer que se desenlazará a partir de 1981. Después de sufrir la amputación de un seno, la espalda sufrirá los efectos de la metástasis. Richard buscará la manera de que ella pase los últimos momentos en compañía de él y de su esposa, pero Edna finalmente morirá sin poder acogerse a un plan previamente financiado por ella para vivir en una casa de ancianos en su familiar Little Rock.
Dentro del discurso de Ford es importante el momento en que muere Parker. A pesar de que ya tienen 16 años de haber optado por la vida sedentaria y la distancia en el amor que se resuelve cada fin de semana, algo muere dentro de Edna: “Él había sido todo para ella y todo lo que estaba naturalmente implícito se hizo de pronto explícito en su vida. No estaba preparada para eso ni le interesaba estarlo. Así, de una manera que hoy veo clara y veía entonces casi con la misma claridad se rindió”.
La relación con el hijo es buena, ejemplar, vive con independencia, protege a su madre a pesar de los malos tratos, tiene amigos, pero algo se ha roto y quizás es lo que la lleva a decir: “Nunca conoceré la felicidad plena. No está en mi naturaleza. Concéntrate en tu vida. Déjame sola. Yo me ocuparé de mí”. Es el gozo dentro de la esfera de la soledad, el quiebre ha sido de tal naturaleza que si bien se ve en el hijo, que si bien lo suelta para que él sea, algo ha dañado de manera permanente su capacidad para ser feliz.
En el egoísmo de nuestro ser frente a la madre, solemos ignorar sus furias, sus afectos, sus sentimientos enfriados, sus emociones vitales. No es ella la que llora, somos nosotros. No la dejamos respirar, hasta que ella se va y entonces sí la soledad es única y comienzan la revaloración y la gigantesca sutura.

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