viernes, 7 de septiembre de 2007

La pasión y la escritura

La pasión y la escritura
Alejandro García


1 f. Acción de *padecer. ¤ (gralm. con mayúsc.) No se usa corrientemente más que aplicado a la de *Jesucristo.
[…]
5 *Sentimiento, estado de ánimo o inclinación muy violentos, que perturban el ánimo; como el amor vehemente, el odio, la ira, los celos o un vicio.
[…]
8 *Arbitrariedad o *parcialidad; falta de ecuanimidad. Ô Apasionamiento.
9 Por oposición a «*acción», estado de la cosa sobre la que se ejecuta una acción, a diferencia del estado del sujeto que la realiza.
Diccionario de uso del español

Escribo, aunque esto no quiere decir que me masturbo. Escribo y esto quiere decir: me saco un peso de encima. Me psicoanalizo. Me vacío. Escribo y esto quiere decir: ven para que te diga qué lindo es vivir. Creer en la realidad del mundo y amarla. Escribo y esto quiere decir: el sacrificio vale la pena por ti, por mí, por todos. Escribo y esto quiere decir: tengo un padre que ha muerto, pero que vive por mí, porque yo vivo en él. Y la idea, la idea... Pero esto basta. Afuera llueve y luego el sol ilumina el edificio en toda la grandeza de su finitud. Escribo y esto quiere decir: ya no tengo necesidad de píldoras: los obreros con las vigas, los obreros bajo la cruz, de los cuales me siento tan próximo con mi pobre salario, ellos, de los cuales estoy tan cerca y a los cuales no me puedo acercar…
Vassilis Vassilikos


1
Quizá tendría qué empezar por decir que la escritura en nuestras sociedades es un acto de masoquismo. Pese a las ventajas y a las adquisiciones infraestructurales, pese al gran capital cultural de la literatura latinoamericana en particular y de la literatura occidental en general.
Porque quién puede negar que el arte latinoamericano ha hecho lo que no han podido hacer la ciencia y la tecnología de nuestros espacios: Gabriela Mistral, Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez, Octavio Paz, han hecho en el terreno de los blasones lo que en otros espacios de la actividad humana han restringido las grandes potencias, bajo custodia por Razones de Estado. Y junto a ellos están Rubén Darío, Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato, Julio Cortázar, Vicente Huidobro, Nicanor Parra, José Donoso, Augusto Roa Bastos, Juan Carlos Onetti, Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante, Ramón López Velarde, José Gorostiza, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Fernando del Paso, José María Arguedas, Mario Vargas Llosa. ¿Y quién puede negar las aportaciones a la lengua de las literaturas nacionales europeas: Dante, Petrarca, Boccaccio, Shakespeare, Milton, Rabelais, Montaigne, Corneille, Racine, Cervantes, Góngora, Quevedo, Goethe, Novalis, Tolstoi y Dostoievski? Son los escritores, quienes con el proceso creativo, la escritura, han consolidado la lengua, la han hecho plástica y literaria, la han llevado a sus límites y han logrado un patrimonio que dignifica al género humano y lo llama a autoexaminarse como especie. Como grupo social y como individuo.
A pesar de lo anterior, el ejercicio de la escritura es un oficio que viene desde atrás. No sólo a contracorriente de la práctica lingüística, debido a los altos niveles de analfabetismo real y funcional, a la reducción del idioma a un conjunto de órdenes y ausencia de alternativas expresivas de individualidad, sino también debido a la incapacidad económica de la población de acceder al mundo del libro (siempre muy por encima de los salarios mínimos o del ingreso promedio de la población).
El mercado editorial es una enorme pirámide en la que muy pocos pueden presumir de la cúspide. Y para nadie es una sorpresa que ante la inaccesabilidad a grandes editoriales o la falta de condiciones económicas que propicien el consumo de libros, el Estado se convierte en el gran subsidiador de buena parte de la industria editorial de los países subdesarrollados.
El sueño de ser un Gabriel García Márquez con sus ventas por miles en 1967 a raíz de la publicación de Cien años de soledad es impensable sin acontecimientos históricos que aviven la lectura (Cuba y la crisis de los misiles) y sin un grupo de acompañantes que den la lucha en el campo (la generación del Boom), pero sobre todo sin una infraestructura editorial y otras actividades (catálogo, revistas, críticos, presentaciones, instituciones educativas), que da la vuelta a la oferta y cambia de ojos cuando se agotan las posibilidades de un mercado identificado.
El sueño de ser un Salman Rushdie, entre el mundo cultural subdesarrollado de la India y la Inglaterra cosmopolita de fines del siglo veinte, con millones de ejemplares en manos de los lectores tiene su aspecto macabro y su lado real maravilloso en la imposibilidad de este autor de salir a la calle, perseguido por la maldición de los ayatolas, pero se convierte en una posibilidad estrecha y remota.
La crisis de la novela europea permitió la sustitución de autores y una variación geopolítica, en la lectura al menos (de Europa y Estados Unidos pasó a América Latina y África y Asia), que después han venido a ocupar los ingleses (incluyendo a pakistaníes, escoceses, japoneses), los hindúes, los españoles postfranquistas, sin que se pierda una cierta consistencia de las literaturas europeas y de la norteamericana (tan poderosa que se recicla y se reacomoda a sí misma sin perder la figura).
En este ámbito tan darwinista, tan agresivo contra la cultura, el escritor sufre la aventura del espermatozoide en pos de la fecundación. En algunos casos sólo se pide el reconocimiento; en otros, pelea por trepar dentro de la pirámide y allí los caminos se tornan múltiples frente al requerimiento editorial, frente al requerimiento institucional, frente a las exigencias del campo literario, que tendrían que ser las más interesantes, ya que llevarían a una modificación, a una ampliación positiva de éste.
Ese masoquismo de la escritura permite a su ejecutante una marginalidad frente al mundo de la producción. La cultura se convierte en un escaparate para regímenes políticos, pero a la vez se convierte en un ejercicio que es una caja de resonancia de la realidad social. De allí la filiación del escritor de francotirador o de poeta maldito. El escritor crece en la soledad de un contexto agresivo de por sí, agresivo desde su realidad de hablante, agresivo desde su insularidad.
Pese a esta entrada pesimista, tendré que decir que ante todo la escritura es un acto de configuración. Sea el genio o sea la razón fría, tiene que haber un sometimiento, y suena tremendo, al proceso de hechura. Todo genio se somete a las leyes de mercado y sólo en ellas puede emerger o bien tendrá que dormir el sueño de los justos hasta que su inserción se haga posible por el que rastrea producciones ocultas.
Gustave Flaubert es el gran modelo de escritor aún hoy. Monótono o de medio tono, en su obra se siente el ennui de que ha hablado George Steiner en el periodo que va de la derrota de Napoleón a la Primera Guerra Mundial, periodo que se ha ufanado en los manuales burgueses como el periodo de crecimiento del capitalismo y que Steiner ha develado en su valor deforestador de la condición humana, una vez que se había defenestrado al héroe y se le había anclado a la nueva corporación.
Flaubert nos enseña el valor del estilo, del tallado de la pieza, de su correspondencia entre lenguaje y realidad en franco contrapunto con la realidad que se impone o que se pretende sea percibida por el habitante de su tiempo y por el espectador de la Historia. Oculto entre las fanfarrias del escritor genio a la manera de Victor Hugo, Flaubert cala las posibilidades del lenguaje dentro de la obra, somete a las palabras a su nueva realidad lingüística, al universo que se fragua.
Pierre Bourdieu ha señalado la notable aportación de Flaubert al campo literario, no sólo despejando el terreno de otras disciplinas y depositando en el ejercicio estilístico el centro axial de la escritura, sino en su brutal acercamiento a la realidad de la fragua del escritor en La educación sentimental.

Hay que tener presente por una parte la correspondencia que Flaubert establece entre las formas de amor y las formas de amor por el arte que se están inventando, más o menos en misma época, y en el mismo mundo, el de la bohemia y los artistas, y por otra la relación de inversión que enfrenta el mundo del arte puro con el mundo de los negocios. El juego del arte es, desde el punto de vista de los negocios, un juego de “quien pierde gana”. En ese mundo económico invertido no cabe conquistar el dinero, los honores (el propio Flaubert decía: “los honores deshonran”), las mujeres legítimas o ilegítimas, resumiendo, todos los símbolos del éxito mundano, éxito en el mundo y éxito en este mundo, sin comprometer la propia salvación en el más allá. (p. 47)

En Madame Bovary el escritor nos ha llevado de la mano al mundo de ennui de la protagonista. Su monotonía es abrumadora. La coronación del individuo, lema de la época, se ha tornado triste y el comportamiento del genio ha devenido en actuar insomne cuando no cataléptico. El mundo de la modernidad ha muerto casi en el origen y el sistema engendrado somete a los individuos y les impide incluso la capacidad de soñar o de evadirse. La estructura es el Frankestein y el individuo sólo es la placa de comisario.
En La educación sentimental es el mundo del artista el que se nos muestra, los intentos por instaurar un campo literario que sea sometido a la religión, a la política, a las ciencias sociales, a la historia en boga. Es el escritor el que produce una obra que se rige por sus propias reglas y que se inserta en una tradición literaria y con ella lucha. Es el escritor el que tiene que optar por un mercado y por las posibilidades que se le ofrecen. Optar entre una editorial comercial que lo corone en éxito u optar por una editorial de corto alcance que lo catapulte a ser un escritor de culto o bien un marginal incorregible o bien un don nadie.
Después de Flaubert Francia conocerá el máximo esplendor del escritor, la plena autonomía del campo literario que espero haya llegado para no irse jamás, en Emile Zola, quien logra desde su presencia como literato que el sistema judicial francés revise y revire en el caso Dreyfus e instaurará una célebre presencia en el terreno de lo público que tal vez tendrá su mayor riesgo en Jean-Paul Sartre y el protagonismo del intelectual.
La zanahoria es al conejo lo que la fama al escritor en una carrera de galgos. La fama es efímera y tiene sus niveles y suele convertirse más en un pretexto que es cosa leve en los largos alientos. Pero la pasión está allí, en el animalito evolucionado para correr la legua.


2
¿Cuál es la relación de las pasiones del escritor con el texto que escribe? En las sesiones de su célebre taller literario, Miguel Donoso Pareja decía que la peor poesía amorosa suele ser la que se escribe cuando se está enamorado. Jaime Sabines contaba que para escribir su memorable poema sobre la muerte de su padre tuvo que guardar un respiro y una distancia con respecto a drama tan intenso y tan íntimo.
Es lugar común considerar que hay una relación directa, casi exacta, entre pasión del autor y pasión del texto. La imaginación nos lleva a hacer una identificación inmediata entre texto y vida y podemos, en el colmo de la simplicidad, atribuir a un autor que construye personajes femeninos tendencias homosexuales.
José Stalin, famoso por su temperamento ladino, helado y calculador, alguna vez condenó a un autor a que se publicara su obra con un tiraje de dos ejemplares: uno para el escritor y otro para su enamorada. No le faltaba razón, aunque hablar de razón con Stalin suene grosero. Y es que el legado de Flaubert es implacable. Si el autor quiere manifestar su pasión y tornar en cómplice al lector tiene que idear una estrategia y ésta depende de su fragua del lenguaje. Lo podemos ver como una traducción o como un timo. Como una traducción, porque al pasar de código a código pierde eficacia, timo, porque el gran escritor esconde sus cartas y sacrifica pasiones inmediatas en pos de otras de mayor calado. Por lo demás, el autor suele caer en cierto protagonismo que sólo abona a la ambigüedad. Juan Rulfo afirmaba que escribía historias que le contaba un tío y que cuando éste murió pues ya no tuvo qué contar, aunque también llegó a comentar que el manuscrito de Pedro Páramo se le había caído, que las hojas se habían dispersado por el suelo y que tal como lo rearmó lo llevó a la editorial. En el fondo lo que nos dice Rulfo es que la pasión ni se crea ni se pierde, sólo se transforma.
Quisiera detenerme un poco a propósito de una gran novela publicada en Grecia en 1966, hace justamente 40 años, y cuya versión castellana signó editorial Sudamericana, en Buenos Aires, en 1970. Z, de Vassilis Vassilikos (Kavala, 1933).
Noche del 22 de mayo de 1963, Salónica, Grecia. El diputado Grigoris Lambrakis, Z (socialista, izquierdista moderado, médico filántropo —donaba su dieta al partido y atendía a pacientes de bajos recursos—, profesor universitario, atleta que apenas unos días antes realizó —él solo— el Marathon por la paz) fue asesinado por miembros de un grupo de choque de ribetes nacionalsocialistas en cínico contubernio con las autoridades policiales, quienes se encargaron de entrampar a los manifestantes y dejaron en libertad absoluta a los agresores. El crimen se quiso disfrazar de accidente vial: un triciclo motorizado embistió a Z al salir de un acto político; al mismo tiempo recibió un golpe en la cabeza, después el vehículo pasó sobre su cuerpo; sin embargo, durante toda la reunión del grupo pacifista Los amigos de la Paz, los asistentes fueron objeto de agresiones físicas y verbales. El mismo Lambrakis había recibido ya un golpe en la cabeza al ingresar al edificio en que se realizaría el mitin. Los agresores eran hombres rústicos, violentos, comprometidos con las autoridades y que, justo es decirlo, profesaban un rabioso anticomunismo. Lambrakis murió en el hospital a consecuencia de la fractura cerebral ocasionada por el golpe de una macana, aunque llegó en estado vegetativo.
400,000 griegos acompañaron a Z al cementerio y en días posteriores aparecieron en los muros gigantescas zetas (él vive). El escándalo fue mayúsculo, pero nunca se castigó a los verdaderos responsables y durante el proceso se introdujeron todas las anomalías y protecciones necesarias para impedir el castigo de los autores intelectuales del asesinato.
El texto no tiene referencia alguna a la escritura. Consta de dos partes esenciales: una constituida por secuencias desde diversos ángulos que van llevando al escenario y al momento del asesinato y que después de un paréntesis regresa con las vicisitudes del proceso y las consecuencias sociales del crimen y otra (el paréntesis) que es la voz de la viuda, acompañando al cadáver de Lambrakis en el tren que lo regresa a su destino final.
Más allá de los deslumbres políticos o de las simpatías ideológicas, la novela presenta un relato conmovedor de la mujer sola, quizás a la manera de la viuda de Héctor ante la ausencia del cuerpo insepulto. Hay ciertamente un país escindido, así lo confirman las voces de los actores, pero hay una autoridad que es juez y parte, una autoridad que alienta el uso de la violencia y de las armas y que esconde la mano.
Hemos regresado al país de origen de Occidente, hemos sabido que Lambrakis era un hombre sano, corredor de fondo, metido a los asuntos de la democracia con buena fe. El desenlace es terrible, es visto como el mildiú comunista, él que es ajeno a los sistemas, Y aprovechan un mitín para agredirlo, cachiporra en mano. Sí es probable que él no se lo explicara, si pudiera planteárselo, pero no le dan tiempo, mucho menos lo puede hacer la viuda, en trance, fuera del tiempo y de la historia. Ante el requerimiento de una anciana, el silencio. Dice la voz del narrador:

Tuvo que volver a bajar un momento para ver mejor a una vieja vestida de negro que se lanzaba desde el seno de la multitud arrancándose los cabellos como una loca y gritaba en el momento que lo bajaban a la fosa:
—¡Despierta, Z, te esperamos, despierta!
Grito que conmovió a la multitud, pues la vieja, con esas sencillas palabras, había expresado lo que un pueblo entero sentía en ese preciso instante. Y el alma suspiró sabiendo que el voto de la vieja, tal como lo había formulado en su ingenuidad, no podía realizarse, pues el cuerpo no estaba dormido, estaba figurado, deformado, había perdido sus cimientos, la casa llegaba a su demolición total. (pp. 208-209)

Z está considerada como una de las mejores novelas de tema político del siglo pasado. Esto se debe a que Vassilikos expone el caso Lambrakis, denuncia aquel acto de barbarie, pero envuelve el testimonio con reflexiones profundas sobre la esencia y el estado de la condición humana: actividad política y muerte, individuo y poder autoritario, ignorancia y abuso del poder, fanatismo y libertad, amor y muerte. La contradicción al interior de un país que busca profundizarse por parte de los grupos en el poder y que en lugar de diálogo y reconocimiento buscan la aniquilación y el sometimiento a ciegas del otro.
La estructura es laberíntica, no obstante, los hechos resultan claros, aqui lo importante es la perspectiva, el cómo se enriquece el drama al superponer puntos de vista diferentes e incluso contradictorios. En algunos momentos —sobre todo en la primera parte— me recuerda mucho a Crónica de una muerte anunciada —posterior novela de Gabriel García Márquez—, ya que en ambas se conoce el desenlace, pero en cada recodo del camino se espesa la intriga y se continúa con la lectura.
En Z se imponen dos líneas discursivas: informaciones sobre el caso Lambrakis y monólogos (un intenso narrador que casi se sospecha testigo, la voz interior en vida de Z, el alma de Z, la esposa y otros personajes). Esta combinación de monólogos y de intervenciones dialogadas de otras presencias le da a la novela un cariz polifónico. Frente a la objetividad —siempre relativa— de lo sucedido, se alza la rebeldía contra lo ignominioso de la muerte involuntaria (brutal). Dice el narrador:

Lo mismo ocurría con el cuerpo cuyo estertor profundo acompañaba, como un bajo la angustia de los médicos. Éstos eran numerosos, algunos venían del extranjero. De Hungría, de Alemania, de Bélgica. Nada podían. Les asombraba ver el organismo todavía vivo cuando todos los centros estaban afectados. El organismo se negaba a admitir su muerte. Era demasiado pronto para morir. El cuerpo sin cabeza mantenía su existencia propia. Ahora ha aceptado su muerte. Se encamina, apaciguado, hacia la tumba. (p. 194).

Afirma el alma:

Cuerpo amado, cuerpo adulado, en los estadios como en el fuego, cuerpo que seguía siendo mío en el seno de la alienación más terrible, si por lo menos pudiera tenerte junto a mí una noche más, después te permitiría que me abandonaras. ¡Pero he sido expulsada tan de repente! Nunca hubiera imaginado que otro pudiese poseerte. ¿Y ahora? ¡Tus manos, sólo tus manos, y ese estremecimiento, c´mo echo de menos todo eso! Estoy tan sola sin ti (p. 204)

Monologa la viuda:

“Me faltas terriblemente. Ya no tengo gusto por nada. Y aunque no puedas estar cerca de mí —todos hablan de ti y en cualquier diario que abra veo tu nombre—, a pesar de eso, nunca nunca he estado tan sola, únicamente tu presencia humana podría convencerme de que no te has convertido en un fantasma en la imaginación de los otros y de que no les sirves para proyectar en ti sus represiones” (p. 308)

Por último, el escepticismo y la disolución, primero, de uno de los pocos testigos que igualmente ha sido víctima de agresión física y cuya dimensión política cede ante el drama:

“Pierdo tu cara, pensaba” Piruchas. Poco a poco tu cara se borra en las células de mi cerebro, mientras que otras caras nuevas vienen a añadirse a tu silueta querida. ¿Qué será de mí? Lentamente te desvaneces. Sólo brillan todavía tus ojos en las tinieblas que te envuelven. (p. 296).

Y segundo el testimonio de Hatzis, que oscila entre héroe y víctima gratuita, al ser el que brinca al triciclo y provoca que los agresores materiales sean descubiertos y que es alcanzado por el poder y termina preso por difamación:

Hatzis se preguntaba cómo el mismo Papandreu el año anterior, cuando era todavía líder de la oposición, había estigmatizado la prohibición de la marcha y este año, ya en el poder, la condenaba de antemano al fracaso. ¿Cómo había podido, cuando la muerte de Z, denunciar el crimen y tratar al gobierno de “bárbaro”, de “gobierno de sangre”, y este año no podía, no digamos honrar a z, pero por lo menos callarse ante la misma sangre? (p. 397).

Vassilis Vassilikos aborda el tema político enriqueciéndolo con una visión integral —en sus niveles individual, sentimental, social, etcétera— del hombre.
Hasta aquí todo podría caber en el apartado de la literatura y no tendría qué ver con la escritura dentro de la obra. Sin embargo, si leemos Diario de Z, del mismo autor, llegamos a la segunda opción. Un autor que en su diario anota que está atrapado por el alcohol, que tiene un año sin escribir aunque está muy interesado por el escándalo Lambrakis. La desesperanza es total, el color del relato derrumba a cualquier lector. Aparece su padre, residente en Australia y del desencuentro se llega a una reapreciación:

Sin saber que esa sería la última vez, me intrigó la insistencia con la que me miraba y me conmoví. Una lágrima humedeció entonces sus ojos sin que el párpado se moviera. Y su mirada quedó así, pegada a la mía, límpida, monocorde, cargada de toda la profundidad del amor […] Yo había movilizado a mis amigos y conocidos para librarme de la vieja deuda que tenía con él para calmar mis remordimientos. Pero durante todo ese tiempo en que el taxi no podía salir —se esperaba a un danés que no tenía a nadie que lo despidiera—, faltas, deberes, remordimientos, volvieron a la superficie, surgieron de la oscura caverna donde habían vivido hasta entonces tan tranquilos, antes que los descubrieran los antiguos trágicos y Freud, y una lágrima detrás de los anteojos oscuros que llevaba para ocultar mi emoción me traicionó al rodar por mi mejilla. Ello no cambió en nada la mirada que mi madre había mantenido sobre mí: neutra, tenaz, estúpida, en cierto modo hosca. (pp. 32 y 35)

Diario de Z no es acerca del caso Lambrakis, no aporta pruebas o documentos que permitan adentrarse en lo político o en la construcción de la novela en esta tesitura, no explicita los vericuetos del caso real e histórico, sino que reseña un viaje íntimo, habla de las vicisitudes del escritor ayuno del oficio, que quiere escribir sobre los sucesos de mayo del 63 que lo indignan y lo llaman a literaturizarlos, al mismo tiempo que se reencuentra con su padre (residente en Australia y con varias décadas sin pisar suelo patrio) quien morirá apenas unos meses después de la visita: se concluye: lo recuperará perdiéndolo. Diario de Z es un rito de iniciación: permite al niño adquirir mayoría de edad, permite al izquierdista, al escritor comprometido destrabar ese ayuno y llevar mediante la palabra el agobio sobre el cuerpo al agobio sobre el lector. La pérdida del padre se iguala en el drama con la muerte de Lambrakis.
Ese paralelo entre Lambrakis y el padre —drama personal, lo que píerde y drama social, lo que cree— será el motor que mueva las páginas más intensas de Z. Quizás por eso la novela es tan obsesiva, tan laberíntica, tan intensa. La pasión política se disuelve en el dolor particular, en la pérdida o acaso será mejor decir que se arropa en él. La muerte, ese túnel oscuro que no perdona, sienta sus reales:

La noticia de la muerte de mi padre me llegó después del golpe de Estado de julio. Lo lloré muchas noches, oyendo la música que más le gustaba: las buzukia de Kazandzidis. Pero no llevé luto. El duelo que sentía en el alma lo ponía en mi proyecto más querido: escribir la muerte de Lambrakis (p. 169).

Vassilikos confiesa aquí muchas cosas que complementan a la obra de ficción, pero que, de haber sido insertadas en ella, hubieran empobrecido el todo y renuncia a elaborar una novela que comunique su estado de infertilidad y su maltratada relación hijo-padre .
El caso Lambrakis es uno más de los incidentes que prolongan el desgarramiento de Grecia desde los años de la Segunda Guerra Mundial. Todavía en 1963 eran muchos los griegos presos por motivos políticos, ya fueran acusados de colaborar con los nazis o de guerrilleros comunistas, todavía en esos años los griegos habían tenido que realizar su diáspora por Europa y por tierras ignotas, abonando por la vía de la emigración al transterramiento a causa de los genocidios y de la pobreza extrema.
El caso Z mostró también la gran cantidad de antisemitas, anticomunistas y germanófilos que se incorporaron a la administración pública y organizaron grupos de choque contra el “mildiu” ideológico: los rojos. Lo grave es que Grigoris Lambrakis no era un radical ni un fanático, se trataba de un hombre de buena voluntad (de ésos que a veces estorban en el redondel político), un hombre carismático que con sus intenciones de sustraer a Grecia como base militar norteamericana y luchar por la paz mundial, amenazaba con alterar la correlación de fuerzas.
Lo grave es que el señor Vassilikos tuvo que optar por Australia ante la falta de alternativas.
Lo grave es que el escritor tiene que purgar sus pasiones en un mundo que se presenta injusto y despiadado.
¿Por qué hablar de un libro que apareció hace casi cuatro décadas en nuestro idioma? Confieso que he tomado para lo aquí expuesto ideas y líneas de una reseña publicada por mí en 1988. La obra de Vassilikos reaparece en mí y señala rumbos.
Primero, porque es un bajel perdido, un libro que pese a su calidad no ha sido muy conocido y vive acaso el sueño del que estoy seguro resurgirá.
Segundo, porque es tal vez el mejor ejemplo de literatura política con un alto nivel estético, lo que lo aleja de las llamadas letras de emergencia.
Tercero, porque en nuestro país están ocurriendo cosas que tienden a agravar la polarización y porque se observa la tendencia a ser juez y parte, la tentación a eliminar al adversario y al pensamiento diferente amparados en el tinglado legaloide y en la “decencia”.
Cuarto, porque si bien es cierto que Costa Gavras realizó una película de culto a raíz de este hecho y de esta obra también es cierto que años después se difundió la película Eleni, basada en el libro del mismo nombre, de Nicholas Gage. El filme es bueno en su realización y logrado en el asunto que trata. No la considero tan buena en su interrelación ideológica con los espectadores, ya que parcializa un conflicto y aprovecha la rabia del espectador por la injusticia vista, para echar toda la culpa a los comunistas, sin mostrar los excesos propios de todos los bandos en una guerra civil. Pero lo que agudizó mi sorpresa y provocó mi desconfianza fue descubrir el libro, impreso en México, Kosmos editorial. Para colmo, cada ejemplar se vendía a fines de 1987 a la sospechosísima cantidad de dos mil pesos. Por último, el libro muestra la siguiente leyenda: “Mi madre ejecutada por la guerrilla comunista griega... y mi venganza”. El libro no es comparable a ninguno de los dos de Vassilikos objeto de estas líneas, permanece en el terreno de la propaganda anticomunista. No es una obra literaria. Sin embargo, entra de lleno en las agresiones al pensamiento de izquierda. Esto sucede, mientras libros como Z son difíciles de conseguir y además bastante caros. Vassilis Vassilikos no oculta sus ideas de izquierda (tampoco lo ha hecho Costa-Gavras), pero sus obras muestran una realidad compleja, sujeta a la crítica, nunca maniquea, nunca legitimadora del abuso del poder, al que muestra con toda su desnudez y cinismo sin ponerle color y nos otorga el beneficio de la duda, llave de la crítica y vacuna contra el fanatismo.
Quinto, lo que le da interés a este ejemplo es cómo la escritura de Z toma cuerpo a partir del reencuentro con el padre. Éste regresa a Australia y muere de cáncer a los pocos meses. El alcohol y la cruda de escritura que no habían podido librar el caso Lambrakis se resuelve por la vía afectiva: la pérdida y el reencuentro. Reencuentro con su padre, reencuentro con la escritura. Lo curioso es que la novela no tiene nada que ver con el padre. Se refiere a un hecho histórico de Grecia, un tema difícil que pudo ser coptado por una literatura de combate. Es posible sostener que la escritura se corporiza a partir de la pérdida. Pero en lugar de caer al dolor chillón, a la queja, neutraliza así lo político con lo íntimo y cauteriza la herida interior con la objetivación de lo político, así el relato adquiere un equilibrio asombroso, una obra que no deja de llamarnos. ¿En qué medida Vassilikos piensa en su contradictoria visión del padre, ahora recuperado, mientras la viuda acompaña al cadáver?

Mi padre y yo estábamos en pie de guerra incesante, tratando de ver quién humillaba más al otro, y yo sabía que el único medio que tenía para contrariarlo era el de pedir prestado a sus amigos y pescar en la caja del negocio algunos dólares y cigarrilos […] Si hay alguna cosa que no puedo sacarme de la cabeza, si hay algo que ha hundido su punta en lo más profundo de mí y que se ha grabado hasta la médula, son esos diez minutos en que me quedé sentado al lado de mi padre enfermo, la última vez que lo vi, cuando le acaricié la mano, su mano puesta a prueba por los platos que fregaba y los “sándwiches heroicos”, como los llamaba en otra época (pp. 107 y 105)

Nunca te he conocido. ¡Qué voluptuosidad perderse! ¡Qué alivio! Antes, quizá. No. Eres tú el que me ha traicionado, cuerpo rebelde. Has sido el primero en abandonarme y en dejarme sin casa. Tuve que hacerme puta y olvidarte en este burdel de la Osa Mayor. Te he olvidado porque lo merecías. Me has traicionado. Me has traicionado. Te he perdido y me he perdido. No te conozco. (p. 212)

Los lectores entramos al campo del dolor, vemos en su real dimensión esa tragedia del hombre sano frente a las aberraciones de la ideología. Y el cuerpo sufre, como ese cadáver trasmite dolor a la viuda, como ese cadáver en la literatura sin rostro, que bien pudiera ser el del padre de Vassilis Vassilikos.
Así, el misterio, la pasión de la escritura, su cuerpo toma forma a partir de los más disímiles orígenes. Oculta el referente, nos presenta un escudo al morbo y al chisme. El dolor del cuerpo y el dolor del alma construyen la obra, densifican el discurso y se trasmiten al lector que se siente avasallado, maravillado, por esa fuerza.
Diario de Z termina siendo al final de cuentas una obra que escapa a su creador. Se puede leer como una novela y es independiente de Z. Allí está el timo de que hablaba hace unos minutos. Puede y parece exigir ser traicionado. En él radica la pasión de la escritura, el fuego de la pasión contenida y militante que se hace palabra escrita, que levanta un universo que explica otro universo, pero que sobre todo se explica a sí misma sin necesidad de quien lo escribe.

3
Quisiera terminar esta intervención con una referencia personal en dos sentidos. El primero es mi profesión de fe en Gustave Flaubert y en el campo literario. Que lo que se escribe pase por la construcción del lenguaje ordinario a una nueva fase, que desde allí convenza, que desde allí sea mundo propio.
Hace 3 años apareció mi novela Cris Cris, Cri Cri, en ella trato de acercarme a la voz y a las acciones de una mujer trabajadora, con numerosas pérdidas vitales, pero con un alto sentido del optimismo. Debo confesar que es la historia de mi madre. Pensé en Flaubert todo el tiempo y pensé en Vassilikos y en sus dos obras. El estilo fue mi guía y su inserción en mi visión del campo literario. El drama familiar se convirtió en reto lingüístico y de construcción y en tarea política.El melodrama huyó del lado de Memín Pinguín y se hizo novela, literatura. Escapó. Había que llevar la situación insignficante a universo literario, había que arrancar el llamado lenguaje marginal de su origen y levantarlo, se permitirá el exceso, a la altura del arte.
El resultado ha sido en términos personales un exorcismo. Salieron de mí ciertos demonios, los arranqué de mi fondo. Y construí una estructura donde las diversas voces fueron arrebatando el predominio de una voz y fueron dando paso a otras ópticas. Así se calmó la pasión o se transformó en muchas fuerzas. Así, con ese arrebato, se pasó de la solemnidad a la fiesta, a cierto carnaval lingüístico y vital.
Mi pasión por la escritura había sufrido un duro castigo, un proceso de desgaste que a veces me dejaba exhausto. Ver el fluir de eso que ya no era mío en la letra impresa me ha regresado la pasión y me ha permitido intentar nuevos retos. Saber de las transformaciones de la pasión, no de zanahorias, es un ajuste de cuentas siempre necesario en el escritor.


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