]Efemérides
y saldos[
¿Lloras, mamá? ¿Dónde te encuentras?
Alejandro García
A
Cristina Ortega, en su laberíntico viaje, in memoriam
Amé a mi madre como lo hace un niño feliz, sin
pensarlo, sin duda. Cuando me hice adulto y nos conocimos como adultos, nos
tuvimos un gran respeto; podíamos decir “te quiero” cuando parecía necesario
para aclarar las situaciones, pero sin detenernos en ello. Ahora eso me parece
perfecto, igual que me lo parecía entonces.
Richard Ford
La relación madre-hijo es vertical. La de
hermanos, pareja, amigos, es horizontal. Vista desde el mundo de la obligación,
se rige por la obediencia: ser buen padre, ser buen hijo. Vista desde el mundo
de la libertad sólo se ampara y se revitaliza por el amor. Pero su condición
común es la soledad. Así lo señala Richard Ford en su libro Mi madre (Barcelona, 2010, Anagrama, 79
pp): “La verdad es que, después de
aquello, Tolo lo que pudiéramos haber hecho el uno por el otro, fuera lo que
fuese, pasaba inadvertido y desaparecía. Y aun juntos, estábamos solos”.
En las relaciones verticales que se presentan como de
dominación, el destino puede trastrocar las posiciones y en general se
resuelven dentro de elementos contiguos. En cambio, cuando la relación
madre-hijo se rompe, se quiebra también el orden de las cosas, el orden de la
conciencia y del cuerpo. Así, la aparente supeditación de los padres a los
hijos en sus etapas finales no es sino la negación de la condición humana y el
aparente triunfo del orden social (reificación de la competencia), de la
mezquindad sistematizada y del fracaso de la felicidad, porque mi bienestar me
torna infeliz y su indefensión también.
Richard Ford nos cuenta la vida Edna Akin, su madre, y
divide el relato en aproximadamente 5 etapas: el insondable misterio del pasado
de la mujer que culmina con la conciencia del niño, la relación con la madre
hasta la muerte del padre, la vida con ella en la viudez, su salida del seno
materno y los últimos años, de enfermedad. Dichas etapas están imbricadas.
Las historias de familia están plagadas de misterios,
de pequeñas y grandes mentiras. A Edna, su madre la hacía pasar por hermana una
vez que había abandonado a su esposo y se había relacionado con un boxeador y
trabajador del tren.
Ella había de casarse en 1928 con Parker y vivir hasta
1944, fecha del nacimiento de Richard, viajando con el marido, esperándolo en
hoteles, bebiendo y disfrutando del vivir sin un espacio propio. Entre 1944 y
1960, Parker los lleva a vivir a Jackson, Mississippi y los visita el fin de
semana. La muerte del padre romperá este tipo de vida y los enfrentará hasta
que el hijo va a estudiar a Chicago.
La partida lo alejará de una vida pueblerina en donde
no están ausentes los líos con la justicia o el experimento sexual que termina
en embarazo y aborto. La salida lo enfrentará a un mundo diferente, el de la vida
universitaria y la escritura, que habrá de signarlo de manera preferente. Si
bien dará clases, siempre preferirá la ficción y tomará gran distancia contra
las recetas teóricas y críticas de la academia norteamericana. La partida
también lo alejará de la madre en la distancia y en la frecuencia cultural, en
la comunidad de evidencias que ambos vivirán.
En 1973 Edna comienza su batalla con el cáncer que se
desenlazará a partir de 1981. Después de sufrir la amputación de un seno, la
espalda sufrirá los efectos de la metástasis. Richard buscará la manera de que
ella pase los últimos momentos en compañía de él y de su esposa, pero Edna
finalmente morirá sin poder acogerse a un plan previamente financiado por ella
para vivir en una casa de ancianos en su familiar Little Rock.
Dentro del discurso de Ford es importante el momento en
que muere Parker. A pesar de que ya tienen 16 años de haber optado por la vida
sedentaria y la distancia en el amor que se resuelve cada fin de semana, algo
muere dentro de Edna: “Él había sido todo
para ella y todo lo que estaba naturalmente implícito se hizo de pronto
explícito en su vida. No estaba preparada para eso ni le interesaba estarlo.
Así, de una manera que hoy veo clara y veía entonces casi con la misma claridad
se rindió”.
La relación con el hijo es buena, ejemplar, vive con
independencia, protege a su madre a pesar de los malos tratos, tiene amigos, pero
algo se ha roto y quizás es lo que la lleva a decir: “Nunca conoceré la felicidad plena. No está en mi naturaleza.
Concéntrate en tu vida. Déjame sola. Yo me ocuparé de mí”. Es el gozo
dentro de la esfera de la soledad, el quiebre ha sido de tal naturaleza que si
bien se ve en el hijo, que si bien lo suelta para que él sea, algo ha dañado de
manera permanente su capacidad para ser feliz.
En el egoísmo de nuestro ser frente a la madre,
solemos ignorar sus furias, sus afectos, sus sentimientos enfriados, sus
emociones vitales. No es ella la que llora, somos nosotros. No la dejamos
respirar, hasta que ella se va y entonces sí la soledad es única y comienzan la
revaloración y la gigantesca sutura.
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