Insomne, no me
recupero de los estertores que me motivas y, casi agonizando, descubro que la
longitud de tus piernas descansa sobre el oasis de las sábanas con un
sobresalto semejante a mi agonía. No hay derrota ni abdicación, simplemente
calma, cala y reposo efímero para trenzarnos nuevamente en esa contienda
inacabada que pernocta por momentos en el túnel incandescentemente blanco de
mis explosiones…
Juan
Manuel Bonilla
El refajo
de la señorita
(México, 2013. Sísifo, 85 pp) de Juan Manuel Bonilla, libro de 13 relatos con
un “Endenantes” de Fernando Hernández Almaraz e ilustraciones (Grabados) de Eko
me ha provocado un mismo punto de partida, que tiene que ver con el aprendizaje
de los sentidos que, gracias a la clandestinidad, escapa de la educación y de
la moral que nos persigue después de que hacemos nuestra Primera Comunión, es
decir, una vez que hemos adquirido el “Uso de Razón”.
Yo no vagaba por el Cerro de
Proaño, pero sí lo hacía por los Ríos del Muerto y de los Gómez. En éste, ya
casi para incorporarme a las filas preproductivas de la ciudad del Zapato, se
acumulaban grandes cantidades de espuma, blancas en su cúspide, amarillentas en
su parte media y de color grisáceo en su base. Ocultaban un caldo acuoso que,
el Paraíso sea de los inocentes, nunca se nos ocurrió nadar. Rodeábamos esas
nubes terrestres, aventábamos piedras y el líquido se resistía a dejarlas
entrar y producir los patitos con que competíamos. Eran los residuos de las tenerías,
ácidos que circulaban por el lecho del río una vez que habían producido las más
variadas pieles.
Pero esto es el logro de una
sensibilidad a contra corriente, tomar el instante en que el placer se da,
gratis, fulgurante, antes de que el mundo de la cultura nos enfríe y nos
castigue. El mundo de los mezquites y de las tunas, más al sur de Zacatecas la
tintura y el sabor de las pitahayas. Así que a contracorriente se vive la vida,
desplegando los sentidos, más en lo acústico y en lo polvoso, dice el autor,
pero cada experiencia se ilumina y se filtra con esos sentidos re-sentidos y el
mundo del cuerpo revive, vibra, se estira, se repliega, sin importar aquello de
que todo acto puede ser pecado de palabra, obra y omisión.
Si hablamos de esa sensibilidad
que es defensa y a veces presunción o canto, tenemos que indicar que las voces
de los narradores cumplen esa función. De ese texto inicial “Tres cuartos de
perfil” en que se tira una línea para que el lector repose sus señales de
interpretación se llega otros donde más parece una estampa o un poema, textos
en que la ambigüedad le gana a la referencia (“El jinete y la Sibila” y
“Equilibrio”), pero no a la experiencia de los sentidos que inician un diálogo
que a veces llega a lo glandular.
Hay cuentos donde se llega
tarde, como “El impuntual”, no sólo a las labores cotidianas, sino a ese cuerpo
que es percibido por el aroma, por las zapatillas, por las piernas y por el
hombre que se la lleva antes que se nos revele plenamente, otra forma de ser
sugerente y propiciar el viaje del lector.
Los hay de campanas castigadas,
de no vírgenes que no tuvieron la
fortuna del mito y de cuerpos de hombre con posición y disposición de
mujer, enfriados no por el sistema sino por una neumonía producto del azar y de
la fatalidad.
Creo que en “Chuy Mollá” y en “Ojos
negros, piel canela” se da el otro nudo de significaciones del libro, lo que le
da mayor densidad. En “Tres cuartos de perfil” el narrador, del semidesierto,
habla del polvo y de lo acústico más que de lo acuático. “Chuy Mollá” es un
texto acuático, no sólo por el hálito y el cuerpo que se tornan líquidos, sino
porque la madre del mentor le lava el pene:
Descubrió que la humedad
pegajosa que él ponía entre sus manos no era la abdicación ni la derrota, sino
el cetro orgulloso que aún después de la contienda pronunciaba su satisfacción
con latidos como diástoles de un corazón con taquicardia. Mientras recibía en
el cuerpo del pecado la absolución jordánica de aquellas aguas, él guardó
silencio.
La tarea es larga, larga como
la agonía, mas la experiencia es cercenada por el remordimiento; pero el
remordimiento fija el recuerdo, lo repite, lo torna una agonía repetible.
En “Ojos negros, piel canela”
la música acompaña el asedio de un cuerpo sobre otro. Aquí no hay tardanza ni
culpa, sólo el abrumador conjuro de las fuerzas para probar una vez más que
este cuerpo no raja, recuerda, se proyecta y vive la diferencia.
“El refajo de la señorita” es
un poco la historia vivida del primer relato, el niño que ve las prendas, el
cuerpo que sabe que eso que está allí cobija partes que le prenden, que le
iluminan de fósforo algunas partes y lo demás vendrá o ya ha venido en otras
páginas del libro.
Hay en ese “semidesierto” algo
que permite hablar de una literatura diferente y que permite conjuntar a
escritores del norte, una sensibilidad y un lenguaje que extrañan temas,
espacios y temporalidad. Eso produce un tono raro, extraño, original, que yo
emparento siempre con una literatura suspendida: la de Haroldo Conti. Las
encuentro en algunos pasajes y perspectivas de Bonilla. Esto es sobresaliente
porque veo una mezcla de generaciones en Fresnillo que hoy producen una
literatura muy valiosa: agrego a los mencionados, los nombres de Juan José
Macías, Gonzalo Lizardo, Arturo Burciaga, Juan Antonio Caldera, Andrea Esparza,
Claudia Isela Rodarte.
De modo que estos cuentos
merecen la pena de ser leídos y, una vez que hagan efecto, que cada quien se apacigüe
como Dios le dé a entender.
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