Sin embargo, después de cruzar a nado el primer río de
ancho cauce algo sucedió dentro de mí: por un tiempo tuve la sensación de
caminar en círculos, sin alejarme del origen y sin acercarme a la meta.
Eduardo Antonio Parra
La semana pasada comenté el libro La
ternura caníbal de Enrique Serna (México, D.F., 1959). Me encargo ahora de Desterrados (México, 2013, Era, 157 pp.)
de Eduardo Antonio Parra (León, Gto., 1965). No es común que un mismo año se
publiquen libros de este género con tan alta calidad. Serna, zorro, tan
competente en la novela, como en el cuento y el ensayo, opera desde la capital
de la República, mientras Parra, erizo, unánimemente celebrado en la narración
corta y de mediana extensión, camina de su natal León a Ciudad Juárez, a
Monterrey y a la capital del país. Aquí pareciera que la condición de zorro y
erizo se intercambiaran si nos atenemos al desplazamiento.
Parra es también un escritor que atrapa,
que vapulea al lector sin darle la posibilidad de la salida. Desterrados se puede leer de una
sentada, aunque se corre el riesgo de perder algunas de sus profundidades
temáticas. Las 15 narraciones son intensas y desde mi punto de vista presentan
una nervadura, “Paréntesis”, en donde las soledad y las insatisfacciones de un
hombre y una mujer coinciden en una mesa de restaurant y allí hacen vibrar su
deseo sexual, sudar sus jugos, acariciar desde dentro su sexualidad y su
cuerpo, antes de entregarse de nuevo a la vida cotidiana, a lo previsto: el
lleno en el lugar del alimento los une y los enfrenta, sin tocarse, sin
intercambiarse, pero han hecho posible la verbalización de su necesidad.
Antes de este octavo cuento predominan
las historias plenas e incluso las de rasgos de la segunda parte se adhieren a
la intriga más que al discurso. Es sólo una manera de leer el libro, porque las
líneas narrativas se corren de uno a otro lado. Pero fuera del pórtico, de la
primera historia “El caminante” que opera también como símbolo de todo el
libro, porque nos presenta a un ser que está siempre en una línea intermedia y
equidistante entre dos puntos o, más bien, entre el adentro y el afuera, esas
primeras anécdotas aluden a un resquicio, a un suspiro, a una mínima liberación.
Encontramos en estas 6 narraciones lo
mismo a una pareja que espera el momento en que se irán los asistentes a un
velorio para una vez solos, esposo y madre de la difunta, brincar sobre el
cadáver para encontrarse por fin, sin la barrera en vida, y dar rienda suelta a
su placer: —Por fin nos quedamos en
verdad solos —dijo mientras se arrodillaba despacio entre las piernas de
Marcos—. Ahora suelta eso. Déjame hacerlo a mí. O un anónimo personaje que encuentra la utilidad de un puente
peatonal que cruza una carretera y el extraño poder de las piedras sobre los
parabrisas que pasan veloces. O el raro magisterio de una mujer fea y peluda
sobre un niño rodeado de mujeres y la búsqueda que emprende el crío para
enterarla de su iniciación, sólo para enfrentarse a los extraños pliegues de la
actuación y de las máscaras. O un exboxeador y un hombre del costal que en
lugar de autoincenarse o marrear a un cristiano ponen sitio a sus voces
interiores al prender un auto o romper el piso. O una mujer que asiste a la
cantina para atrapar la esencia de su esposo muerto a través de una desconocida
canción de José José que poco a poco reconoce. Para terminar con un extraño
homenaje a Heriberto Frías y su Tomóchic, su Tomóchic, a través de la recreación de ese capítulo memorable, en
realidad un gran cuento, sobre la defensa que los perros emprenden ante el
ataque los feroces puercos sobre los cuerpos de los fieles a la Santa de
Cábora.
Después se acentúa la derrota. Si acaso
pueden ser mínimas ganancias frente a la derrota del otro. En un caso, el
hombre violento que viene de la frontera (¿norte?), fuerte en su medio, termina
golpeado a medio calle, observando en el piso un diente que ni siquiera sabe si
es ajeno; en otro, una pareja de ancianos espera el ataque de un hombre que
aparece en el otro extremo de la calle. ¡Bingo! Unos jóvenes, ocultos en una
combi en ruinas, dan rápida cuenta de él. El móvil no es el robo. Ahora podrán
sacar provecho del dinero y de los objetos valiosos del muerto. O se puede
tratar de un habitante de una botarga o disfraz de Santa Claus que una vez
cumplido su papel recibe una agresión y una niña lo sabe, mientras cuida a su
hermanito y extraña a la madre agresora. También podemos encontrar a la mujer
que brama de deseo ante los maullido previos al sexo de los gatos, ante el
ruido que su hermano produce mientras se acuesta con el muchachito en turno y
ella ni siquiera tiene la posibilidad de tener enfrente a un hombre, así fuera
con una mesa de por medio, sólo sus dedos: Se
estremeció. Condujo una mano al pubis al tiempo que veía cómo la bestia
engarruñaba el cuerpo para husmear bajo una puerta. Y está la no suerte del
Vikingo, quien no podrá incendiar o marrear, sino que será testigo de un
crimen, un abuso policíaco y se encontrará con los ojos culpables que van por
él. Todo terminará con el paralelismo de una persona que va a atestiguar la
muerte de su madre y que luego observa a un hombre que, muerto en la cárcel de
la ciudad, espera la llegada de la madre.
A veces los personajes de Parra obtienen
algo: satisfacen su deseo, se ganan la vida, encuentran instantánea compañía,
viven su locura o su soledad; Otras veces no hay ruta de salida, el deseo no se
sacia, la vida se pierde, la compañía se niega, la locura es causa de muerte y
la soledad condena. Pero en todos sus personajes parece que hay esa distancia
después de cruzar por primera vez el río, ese no estar en parte alguna, sino en
el filo de la nada, perdido ante el aquí, ahí, allí, simplemente no están, ni
siquiera son deícticos: ¿Qué fue del gran
poder de Dios? Ilusos pendejos.